Soy madre de una chica de 16 años que es mi debilidad.

Estoy superorgullosa de ella y la quiero tanto que me duele. Porque esa es otra, cómo me duele mi hija. Me pasa desde que nació. Desde que me quedé embarazada, si me apuras. Es una sensación que no puedo comparar con nada, que no se parece a nada de lo que pueda sentir por otras personas. Ni siquiera por las que más quiero. Recuerdo cuando era pequeñita lo mal que lo pasaba cuando tenía aunque fuese un simple catarrito. La veía toda pochita con fiebre y pensaba que haría lo que fuera por cambiarme por ella. Que me viniera todo a mí y que ella estuviese siempre sana, por favor. Supongo que es lo que sentimos todas las madres y padres, es que no hay nada que duela más que nuestras criaturitas.

Y luego crecen, y es aun peor. Porque ya no es solo que estén enfermos, al abanico de opciones de sufrimiento es inabarcable. Se sufre por tantas cosas, que no es que te acostumbres, pero en cierta forma sí que lo normalizas. Al menos hasta que ocurre algo grave de verdad y te das cuenta que todo lo demás eran tonterías.

Algo tan grave como darte cuenta de que tu hija tiene un TCA. Algo como eso, que no se descubre con facilidad y que nunca sabrás cuánto tiempo llevaba gestándose antes de que percibieras las señales. Porque yo, además de sufrir, me fustigo por no haberlo visto antes. Me pregunto a menudo si era evidente, si estaba ignorando las alarmas. Si pude haberlo visto y pararlo antes de que fuera a más.

El caso es que no lo hice, me costó sumar dos más dos.

Ahora, con el tiempo y con lo aprendido en la terapia a la que va ella y a la que voy yo por otro lado, veo todo lo que se me escapó. ¿Cómo me di cuenta de que mi hija tenía un TCA? Pues tirando de hilos que, a priori, achacaba a otras cosas. Al principio le echaba la culpa de todo a la adolescencia y lo que ello conlleva. No me había llamado la atención que, de un tiempo a esa parte, le diera por pasar tanto tiempo encerrada en su cuarto. Era algo normal ¿no? Ni tampoco que le hubiera dado por hacer ejercicio, comer más sano y empezar a vestir ropa holgada. Al principio no me pareció preocupante en exceso.

Cambié de opinión y me puse alerta un día que ella llegaba tarde al instituto y salió de casa sin hacer la cama. Fíjate qué tontería, pero, mientras la hacía, vi que había migas y restos de comida en el edredón.

Me pareció raro que se pusiera a comer galletas en su cuarto cuando se suponía que ella ya no comía galletas. Así que se me puso la mosca detrás de la oreja. Por eso me extrañó tanto encontrarme envoltorios en los bolsillos de una sudadera que se había dejado tirada en el baño. Muchísimos. De dulces, de chuches, de chocolate. De todo eso que ya no comía delante de los demás. Y ahí ya no pude más que vigilarla, lo cual me llevó a ver otras cosas.

Mi hija comía cada vez menos, en ocasiones incluso ponía excusas y no llegaba a sentarse a la mesa. Cuando quise hablar con ella al respecto, se puso a la defensiva y se enfurruñó toda. Se aislaba, controlaba calorías, no quería mostrar su cuerpo, hacía más ejercicio que nunca, sufría cambios de humor y, muy probablemente, se daba atracones a escondidas. Pese a que el cuadro era de lo más evidente, a su padre y a mí nos costó asumir lo que ocurría. Y nos costó mucho más convencerla de ir a terapia.

Pero, por suerte, lo conseguimos y, aunque es lento y muy difícil, estoy feliz de poder afirmar que mi hija está mejorando.

 

Anónimo

 

 

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