Ella siempre fue una chica alocada, disfrutona, intensa. Le gustaba vivir las experiencias al máximo, hacer siempre lo que el cuerpo le pidiese. Y así fue como, una noche, volviendo de trabajar en medio de una enorme tormenta, su paraguas se rompió. Se dio cuenta de que le esperaban un par de días libre y que nadie la esperaba en casa. Podía ser un momento horrible de frío, agua y angustia por llegar a casa lo más rápido posible o… O podía aprovechar ese momento que el universo le había regalado para pasear bajo aquella tormenta de viento y agua, para bailar con los auriculares puestos que empezaban a fallar. Subió el volumen y Miley Cyrus sonó tan fuerte en sus oídos que lo demás le daba igual. Si alguien miraba, si empezaba a tronar, si era muy tarde o si parecía una loca. Eso era solamente algo que le importaría a la mayoría. A ella no.

En el momento más álgido de su baile vio llegar a una chica hacia el fondo de la calle. Le sonaba de coger el bus con ella alguna mañana. Parecía tímida y recatada, pero le había llamado la atención siempre. Cuando la vio bailar, aquella chica, lejos de juzgarla o evitar su mirada, le sonrió con un gesto que casi podía denotar envidia por no atreverse a hacer lo mismo. Llegando a la altura de aquella bailarina improvisada el paraguas se le dio la vuelta. Ella lo agarró fuerte y rio al ver acercarse a aquella chica bailando. Le sujetó el paraguas y, cuando vio que ella lo soltaba, lo cerró, lo apoyó en un portal y, ofreciéndole un auricular, tiró de ella hasta conseguir que empezase a bailar. Para sorpresa de ambas, se incrustó el auricular en la oreja y saltó como si quisiera llegar al cielo al ritmo de la música.

Aquella escena era totalmente surrealista. No tenía ni pies ni cabeza. Dos desconocidas, en plena tormenta, agarradas de las manos, con la expresión en sus rostros de no haber sido más felices en la vida, saltando y bailando como si de un lenguaje complejo se tratase.

La lista de reproducción se acabó y, sin más, se hizo el silencio. Tímidamente dejaron de bailar y se miraron como si se vieran por primera vez. La dueña de los cascos y la idea de la neumonía se llamaba Paula, la dueña del inútil paraguas Bárbara. Pero en ese momento, algo tan insustancial como sus nombres carecía de importancia. Bárbara dijo “gracias”. Gracias por el momento más feliz y de mayor desahogo de su vida, por obligarla a disfrutar, a priorizarse por una vez, por estar en el lugar correcto en el momento preciso. Paula respondió “todavía no”. Bárbara la miró extrañada. Aquella respuesta no tenía sentido. Se acercó como una leona se acerca a una gacela; con firmeza, pero con sigilo. La sujetó por la cintura y esperó un gesto de aprobación antes de seguir que le llegó en forma de beso.

Ahí estaban, dos desconocidas bajo la lluvia, viviendo un momento iluminador y alucinante mientras se empapaban de lluvia y de felicidad. Bárbara jamás había besado a una mujer, pero al hacerlo por primera vez, supo que jamás querría besar a un hombre. De hecho, dudó querer besar a alguien que no fuese Paula, aquella desconocida que la había sacado a rastras de aquel pozo en el que se había ido metiendo sola, sin darse cuenta.

Cesó la lluvia antes que su beso y la siguiente tormenta no las mojó, pues estaban ocupadas descubriendo sus lunares. Esa noche escucharon el repiqueteo del agua en el tejado de la casa de Paula como su canción. Esa noche empezó para ambas un amor infinito donde pudieron expresarse libres, al fin, de prejuicios y miedos.

 

 

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