La vida da muchas vueltas y, mientras estás ahí, girando y girando, te va cambiando en el proceso. La persona que eres hoy puede ser muy diferente de la que serás en unos años. Lo que hoy te encanta, mañana podría no gustarte. Lo que hoy es tu aspiración más transcendental, en un tiempo podría no importarte absolutamente nada. Y lo que hoy te resulta un arreglo de lo más conveniente, en cualquier momento puede ser todo lo contrario. Eso es lo que me pasó con el colegio de mi hija.

Que ese concertado con tan buenas referencias y situado a mitad de camino de mi trabajo bien compensaba la cuota quizá un pelín excesiva de las extraescolares, material, aportación ‘voluntaria’ y demás. Los horarios de entrada y salida eran un poco justos, pero suficiente para ahorrarnos pagar el servicio de madrugadores.

Cursó allí los tres años de infantil y, justo el verano antes del paso a primaria, nos cambiamos de casa. Cuando surgió la posibilidad de la mudanza tuvimos que plantearnos si la manteníamos en el mismo colegio o la cambiábamos. Decidimos dejarla porque, aunque quedaba lejos de nuestro nuevo barrio, nuestra logística no se veía demasiado afectada porque yo seguía teniendo que desplazarme a la misma oficina para trabajar.

 

 

La cosa cambió cuando mi empresa tuvo que hacer ciertos reajustes, mi delegación cerró y me pasaron a teletrabajo. Por un lado, muy bien, me adapté enseguida a eso de trabajar desde casa y al menos conservaba el puesto. Por otro…  menudo coñazo lo de vivir y trabajar en un lugar, y tener a la niña escolarizada a más de 30km de allí. Los horarios de mi marido casi nunca eran compatibles con los de ella, por lo que me tocaba a mí andar corriendo siempre de un lado al otro. Tuvimos que apuntarla al servicio de madrugadores y a una actividad, de lo contrario la mitad de los días me era imposible llegar a tiempo. Ella lo llevaba bien, pero su padre y, sobre todo, yo, estábamos siempre con la lengua de fuera. Al final, en aras de la mejor conciliación posible, optamos por matricularla en el colegio más cercano a la nueva casa. Era lo mejor para todos. Ganaríamos mucho tiempo, ahorraríamos dinero, madrugaríamos menos y, francamente, mi salud mental lo necesitaba. En ese sentido, acerté en todas mis predicciones. Lo que no pensé jamás fue que mi hija terminaría sufriendo las consecuencias.

Nunca tuvo problemas para hacerse con la escuela infantil, ni con el cole de mayores. A nivel académico no tiene ninguna dificultad y siempre se le ha dado bien socializar y trabar amistades. Hasta que llegó al colegio nuevo y todo se torció.

Mi hija ha pasado de ir feliz al cole, a llorar porque no quiere ir. Le está costando muchísimo encontrar su hueco allí. No solo no ha hecho nuevos amigos, es que está marginada.

 

 

El nuevo es un colegio pequeño, solo hay una clase por curso y la mayoría de los niños llevan ahí desde el primer año de infantil. Razón por la que la consideran ‘de fuera’ y no le dan ni la más mínima oportunidad. No es feliz en la escuela, no está a gusto en las extraescolares y no le gusta siquiera ir a los parques de la zona porque siempre hay alguien del cole a quien conoce. Los profesores insisten en que no pasa nada, que solo le está costando integrarse un poco más de lo normal y que ya llegará.

Yo yo creía que la situación mejoraría con el tiempo, pero ya está en su segundo curso allí y lejos de mejorar, parece que va a peor. Lo cual resulta tan doloroso como frustrante para mí, porque a estas alturas volver a cambiarla tampoco sería solución. Porque ahora se ha distanciado de sus antiguos compañeros y no sé hasta qué punto volver a hacerla pasar por otro cambio sería positivo.

Conclusión: Me arrepiento muchísimo de haberla cambiado de colegio. Máxime porque, aunque de verdad pensaba que para ella no supondría un problema, lo hice a sabiendas de que lo que estaba primando era mi comodidad. Así que ahora estoy arrepentida, jodida y llena de culpa por una situación de la que no sé cómo sacarla.

 

Anónimo

 

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