Conocí a Alberto en el “maravilloso” universo de Tinder. Parecía un chico interesante, cariñoso, a parte de muy atractivo. Me pareció que teníamos muchas cosas en común y que de ahí podía surgir algo. Por eso di el paso de quedar físicamente para conocerlo, paso que solo daba cuando alguien me parecía que podría valer la pena o me gustaba más de lo normal.

Antes de eso, en nuestras varias conversaciones por WhatsApp, ya habíamos hablado de nuestros gustos y aficiones. Él me había comentado que le gustaba mucho cantar y componer canciones, que soñaba con poder vivir de la música algún día y que ya algún pinito había hecho cantando en bodas y un par de grupos. Era estupendo, la música y los conciertos eran una pasión compartida, así que eso me llamó la atención para bien.

 

No tenía ni idea de lo que iba a encontrarme…

 

Quedamos en un bar para tomarnos una cerveza como primer contacto. Esa primera impresión fue maravillosa: en persona me gustaba físicamente incluso más que en foto. Sus movimientos eran hipnóticos, su voz (HABLADA) era suave y profunda y su conversación, amena.

Fue así durante los primeros cinco minutos de la cita. Juro que no pasaría más tiempo cuando, delante de todo el mundo, quiso mostrarme sus cualidades musicales y decidió dedicarme una canción suya, a capella, y no cantando precisamente en un susurro.

Me cantó la canción ENTERA. Yo me quería morir desde el principio, muerta de vergüenza sintiendo todas las miradas ajenas.

 

 

El chico no lo hacía del todo mal, pero tampoco era ningún fuera de serie. En algún momento, desafinaba o descontrolaba la voz. Creo que con unas cuantas clases de canto, lo habría hecho bastante bien y, sobre todo, con un poco más de vergüenza.

Me dije a mí misma que seguro que tenía a sus dos abuelas vivas y diciéndole a diario lo guapo y talentoso y buen cantarín que era su nieto.

Para colmo, cuando tras DOS MINUTOS ETERNOS acabó el show, el público improvisado que era la clientela del bar se lanzó a aplaudirle. Él saludaba a tope de satisfacción y su ego subía. Yo apenas le conocía y no quería decirle que no estaban aplaudiendo cómo cantaba sino el supuesto gesto amoroso hacia mi que acababa de mostrar en público. Que a la gente nos gusta el chisme en directo, vaya.

 

           Creo que él debía ver a su audiencia tal que así…

 

Shockeada, estuve a punto de marcharme de allí en ese mismo momento, pero me pareció muy violento y no supe cómo, así que solo me limité a sonreír y le dije que su canción era muy bonita (era una mierda, lo siento).

Pensé que igual el chaval estaba extremadamente nervioso y por eso se le había ido así la pinza. Así que creí justo dar otra oportunidad para continuar nuestra cita y conocerlo un poco mejor antes de mandarlo a cantar a otra parte.  ERROR.

Nos tomamos un par de cervezas y todo parecía ir bien y el numerito haber sido un hecho puntual y aislado. Me encontraba a gusto charlando con él y, cuando salimos de allí, nos fuimos a dar un paseo mientras continuábamos la conversación.

Hablábamos de nuestra pasión común, la música, y de nuestro grupo favorito en el que los dos coincidíamos. Me preguntó cuál era mi canción favorita de ellos. Respondí con el tema que más me gustaba y, entonces, comenzó a cantarla, a voz de grito y poniendo caras de mucho sentimiento, gesticulando muchísimo con los brazos y mirándome fijamente mientras lo hacía.

 

                                                                    Amigo… ¿POR QUÉ NO TE CALLAAAAAS?

 

La gente pasaba a nuestro alrededor y todos se giraban a mirarle pero continuaban su camino. Me pareció escuchar algunas risitas pero él, concentrado en su interpretación, no se dio cuenta.

Volvió a cantar la canción ENTERA, y no era precisamente corta.  Cuando acabó, esta vez nadie aplaudió y yo estaba pálida y pensando qué podía decir ahora. No fue necesario hablar porque no esperó reacción por mi parte. Solo me dijo “y ahora, mi favorita”.

Y, sin pausa, se dispuso a cantar otra de las canciones de mi hasta entonces grupo preferido (os juro que a partir de entonces no he podido volver a escucharlo). Y otra vez a cantarla ENTERA. Esta vez parados en la esquina de una calle, pues me había hecho detenerme para que pudiera atenderle mejor.

A esas alturas, yo ya tenía clarísimo que quería irme a mi casa y NEXT. Pero me era difícil y violento despedirme: es verdad que, cuando no cantaba, el chaval se transformaba por completo del tío más pedante del mundo al más majo. Se mostraba amable, atento y tan respetuoso conmigo que, aunque solo deseaba salir de allí cagando leches, quería hacerlo sin herir sus sentimientos.

 

 

Continuamos con el paseo hasta que encontré el momento adecuado y le dije que era tarde y debía irme. Se ofreció a acompañarme hasta la parada del autobús y le contesté que no hacía falta, temerosa de que el transporte tardara lo suficiente como para que le diera tiempo a dar otro concierto al público de la parada. No me equivoqué.

Insistió tanto en venir conmigo que no supe cómo disuadirle, así que simplemente crucé dedos y le pedí al universo que se lesionasen sus cuerdas vocales hasta que nos separásemos.  De camino a la parada, empezó a darme la turra con su amor por Metallica (eso no me lo había contado anteriormente). En diez minutos no dejó de hablar de ellos, de su historia, de su repertorio, de sus componentes, analizando todas sus canciones, y sin parar de hablar casi ni para coger aire.

Llegamos a la parada y otros diez minutos contando lo que esa banda había supuesto en su vida, lo que había significado. Yo sin pronunciar palabra y mirando al horizonte, anhelando ver aparecer el autobús soñado que me sacaría de allí.

Y, CÓMO NO. Le dio tiempo a cantar una canción y media a pleno pulmón en mitad de la parada. La gente volvía a mirarle, alucinando. Yo ya ni sentía ni padecía. Cuando apareció mi bus en el otro extremo de la calle casi lloro de la emoción. Entonces, detuvo su interpretación a mitad del segundo tema (llegó a terminar el estribillo, eso sí, en lo que llegaba mi vehículo  salvador).

 

 

Su “público” aplaudió de nuevo aunque yo era consciente de que había muchas risas y miradas cómplices. Y mientras una montaña de gente se arremolinaba delante de la puerta para subir (yo era una de ellas, si hubiera hecho falta me habría pegado con todos como una adicta a las compras el primer día de rebajas) se me acercó para despedirse.

Sin darle oportunidad a nada más, le di rápidamente dos besos y le dije que estaba encantada de haberle conocido. Entonces susurró a mi oído “el próximo día te invito a cenar en mi casa… Y ya verás cómo te canto al oído en plena intimidad” (guiño de ojo incuido).

Yo le dije «guay, chao» mientras subía como alma que lleva el diablo. Fue la última vez que le vi, amigas, aunque no la última que le oí, pues aún me estuvo cantando a través de audios de WhatsApp durante un tiempo para ver si volvíamos a vern0s…

 

Relato escrito por una colaboradora basado en una cita REAL

 

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