**RELATO**

 

Mi vida ya era un caos hace tres años, cuando tenía que correr de la casa al trabajo, el colegio de los niños, las actividades extraescolares y de pronto el mundo se detuvo. Vivir encerrados durante varios meses, la “nueva normalidad” y todo eso que pasamos fue una dura sacudida para todos. En septiembre, antes de que empezaran las clases escolares, mi marido Juan me pidió que fuéramos al pueblo a pasar unos días con los abuelos, obviamente tomando precauciones y todo el estrés que ello acarreaba. Él trabajaba, pero mi madre había estado bastante fastidiada, así que no me lo pensé, me adelante y se suponía que él nos alcanzaría el fin de semana, al menos esa era la idea. 

El viernes por la noche, intentaba localizarlo, pero no daba señales hasta que la Guardia Civil del pueblo fue a buscarme a casa de mi madre para informarme del accidente que Juan había sufrido, donde perdió la vida. 

Desde entonces no he vuelto a ir al pueblo, mi madre es quien viaja a menudo a la provincia para ayudarme con los niños en épocas donde tengo más trabajo, pero este año es diferente. No deja de insistir para que pase las vacaciones de verano con los chicos en el pueblo, y aproveche para hacer algún viaje y reconectar con mi vida. El mayor de mis hijos, me insistió para que en cuanto les dieran las vacaciones, cogiéramos todas nuestras cosas, y a Sansón, nuestro perro y pasáramos las vacaciones en el pueblo, pues apenas conviven con sus primos. 

Por suerte, trabajar en una gestoría y hacer todo a través de internet me ha facilitado el camino.

Según iba acercándome al pueblo, los nervios se apoderan de mí, una sensación inexplicable, Sansón ladrando, y los niños, como siempre de pelea. Por un momento detuve el coche, me orillé en el camino y traté de respirar. Los niños no dijeron nada, comprendieron que no estaba bien y guardaron silencio hasta que respiré profundo y continué. 

Al llegar a la casa, mi madre me había preparado la antigua leñera para trabajar, sabía que había hecho algunas reformas, pero no hasta el punto de dejar la casa preciosa. Es muy distinta a como la recordaba. 

Aún así los días se hacían difíciles para mí. Los niños, que normalmente en el piso se levantaban a las 12 de la mañana, en el pueblo estaban en pie antes de las 9. Mi madre les preparaba contundentes desayunos, les compraba churros, vamos que los consentía a más no poder, a ellos y mis sobrinos, con quienes se desaparecían y volvían como por arte de magia a la hora de comer, en cuanto terminaba, preparaban la ropa y a la piscina municipal hasta las 7 de la tarde y después de la cena, sus largas horas jugando en la calle con los hijos de los demás vecinos. Vamos, lo que se dice unas verdaderas vacaciones de pueblo. En cambio, yo no tenía tiempo para nada. Entre el trabajo que me enviaban por email, y las vecinas del pueblo que venían a pasar consultas y demás empecé a sentir la necesidad de planificarme. 

Algunas tardes me iba a la piscina con amigas de la infancia y sus hijos, y otras veces, me ataba fuerte los cordones de las zapatillas y me iba a caminar a la sierra, en donde me reencontré con Alfonso, un hombre al que todos en el pueblo respetaban y admiraban, era un vecino ejemplar que siempre estaba ayudando a los demás, vivía en la sierra. 

Recuerdo ese día, estaba saturada por los recuerdos, y comenzó a darme un ataque de ansiedad. Lo vi aparecer, y no, no venía en un caballo blanco y esas cosas de cuentos de hadas. Llevaba un sombrero de paja, empapado en sudor, botas de agua y un legón al hombro. Estaba regando su huerto cuando me escuchó y se acercó para ayudarme. Lo acompañé hasta su casa, era grande, bien organizada, muebles de madera maciza, se rio cuando le pregunté por su mujer y me dijo que vivía solo, aunque no lo pareciera, me invitó a sentarme en el porche y me dio un vaso con agua, dejó al lado una jarra de cristal y se marchó a un costado de la casa. Cuando volvió se había aseado, se puso un vaquero corto y una camiseta ajustada, unas chanclas, tenía el pelo mojado y desprendía un olor natural a jabón, a limpio. Se sentó a mi lado y estuvimos hablando bastante rato, entró a la cocina y me sacó una cerveza y un poco queso de su propia elaboración. 

Desde que enviudé, nunca había estado con un hombre a solas, y la verdad es que en ningún momento me sentí incómoda, al contrario, me olvidé de todo. Al día siguiente, me lo encontré en la plaza del pueblo y le agradecí su ayuda, su conversación y su amistad. Mi madre lo saludó atenta y seguimos nuestro camino hasta la panadería. Me contó que le decían el mozico viejo, que era un hombre muy solitario. Eso era justamente lo que necesitaba, alguien de quien no enamorarme, pero sí con quien hablar y conectar. 

Esa misma tarde fui hasta su casa. Estaba leyendo en el porche, lo cual me sorprendió, de vuelta prejuicios adelantados. Había preparado café y magdalenas caseras, las cuales por cierto estaban buenísimas. De nuevo la conversación se fue extendiendo hasta la cena. He de confesar que la cerveza y el vino se me subieron a la cabeza y terminamos en la piscina. El agua estaba helada y comencé a temblar, me abrazó con su cuerpo y nos besamos. Entramos en la casa para secarnos, me dio unas toallas e iba a darme algo de ropa, cuando de repente lo besé, no sé que me pasó por la cabeza en ese momento, pero me olvidé del mundo y me dejé llevar. Cuando amaneció él ya estaba despierto a mi lado, me tapé la cara un poco avergonzada, me dio un tierno beso en la cabeza y se levantó. 

Esa tarde no subí, mi madre se acercó a la leñera, donde llevaba toda la tarde sumergida en el trabajo. Guardó silencio y eso me ponía de los nervios. Un vecino le dijo que había visto mi coche en casa de Alfonso. Pensé que me iba a regañar como cuando era adolescente, pero no, me pidió que le diera una oportunidad al amor. 

Eran las dos de la madrugada, no podía dormir, así que cogí el coche y fui a casa de Alberto. Toqué la puerta, pero no abrió. Cuando estaba por irme, lo sentí detrás de mí. Me confesó que tampoco podía dormir y había salido a caminar. Estuvimos hablando. Me dejó claro que él no tenía experiencia, y que le costaría trabajo tener una relación, pero que poco a poco, podíamos darnos una oportunidad para compartir nuestra vida juntos, pues al igual que a mí, lo que sucedió la noche anterior le había marcado.

Así que, aquí estoy, en la provincia, organizando una mudanza. Por lo pronto vamos a vivir en casa de mi madre. He modificado un poco la leñera para independizarme laboralmente. En el pueblo no necesito tanto, solo la compañía de mi familia y Alfonso. 

 

Envía tus movidas a [email protected]