Complejo de niña buena: lo que mi psicóloga dice que tengo y que me ha jodido la vida

 

Envidio a las personas capaces de enfadarse. A quienes tienen muy claros sus límites. A quienes respetan y se hacen respetar. Yo, desde niña, he sido incapaz de ninguna de esas cosas. Y eso no es solo frustrante, sino que puede llegar a joderte la vida, a hacerte repetir patrones de relaciones tóxicas una y otra vez.

Para las afortunadas que no comprendan lo que digo: imaginaos que alguien hace algo que, en base a vuestros valores, es imperdonable. Algo que, si se lo hicieran a una amiga, os parecería motivo suficiente para que olvidase de por vida a esa persona. Pero te lo hacen a ti y, en lugar de maldecir lo más grande y poner un punto final a esa historia, algo os paraliza. Sentís un picor y una inflamación en la garganta, como si toda la rabia y la frustración se acumulara ahí y no pudiese salir. Os duele la barriga. Os da jaqueca. Pero, cuando se da la ocasión para que trasladéis vuestro enfado a esa persona, simplemente no podéis. Así de simple… y de jodido.

He luchado toda mi vida contra esa sensación y a veces pienso que la lucha va a ser infinita. En una de mis últimas sesiones con mi psicóloga, me lo dejó claro: “Tienes complejo de niña buena”. No podría haberlo definido mejor. Desde pequeña, se me han lanzado mensajes del estilo “Si te comportas así, no te va a querer nadie”, “Pórtate bien, como una señorita”, “No te quejes, tú siempre con una sonrisa”, etcétera. Principalmente -y, aunque me duela admitirlo, es necesario para empezar a sanar- por parte de mi madre. 

Mi madre me lo ha dado todo, o casi todo. Me ha dado su tiempo, me ha dado su cariño, sus fuerzas, su apoyo. Pero también me ha pasado sus heridas. Y no es su culpa, ni tampoco algo extraño. Lo más normal es que todos pasemos nuestras heridas a alguien. Lo necesario es que nos demos cuenta de quién nos las está pasando a nosotros, y que sepamos blindarnos ante ellas. 

El caso de mi madre es de libro: se crió con un padre alcohólico y maltratador y con una madre sumisa y entregada. Mi tía era la rebelde, la libertaria, pero también era la primogénita y la guapa, así que mis abuelos le perdonaban todo. Por el contrario, era mi madre quien tenía que encargarse de ayudar a mi abuela con las tareas. Y, si algo no salía como mi abuelo quería… os podéis imaginar.

Mi madre ha cargado con el peso de esa responsabilidad durante más de 60 años. Con el peso de tener que hacerlo todo siempre bien, de ser la buena, la organizada, la “bien mandada”. Un peso que he heredado yo. De una forma más sutil, por supuesto. Sin maltratos ni abusos, pero haciéndome saber que mi deber para con los demás es ser buena, cumplir expectativas. Siendo la menor de cuatro hermanos y con bastantes años de diferencia, no me tocaba dar problemas. Cuanto más desapercibida pasara, mejor. 

Este poso me ha llevado, ya como adulta, a aguantar maltratos y vejaciones, a aceptar trabajos que en realidad no quería hacer, a reír chistes que no debería haber reído, y un largo etcétera. Ahora, al menos, sé de dónde viene y sé cómo tengo que trabajarlo. 

Y no, no guardo rencor a mi madre. Soy capaz de valorar que lo hizo lo mejor que pudo. Pero también quiero aprender a decir “basta”. A ponerme por delante, aunque eso me aleje de ser Santa Teresa de Calcuta. A respetarme. Y a portarme bien solo cuando toca y con quien toca. Nunca es tarde, ¿no?

 

Berta G.