Seguro que alguna vez habéis conocido a una de esas personas que tiende a infravalorarse por sistema. Quiero decir, que no solo no es consciente de su potencial, a cualquier nivel, sino que, además, se compara compulsivamente contigo y se esfuerza por subrayar lo buenísima que eres en todo y no como ella que es una mierda. Si no os habéis topado con alguien así, mejor para vosotras. Yo en cambio me tuve que enfrentar a ello a diario y la cosa ha acabado regular.

Os pongo en contexto. Hace unos meses me mudé a un piso compartido. Mi compañera parecía una chica bastante amable y atenta al principio, se podría decir que congeniamos y que, incluso, la llegué a considerar una colega (la amistad es una palabra muy grande, vamos a dejarlo ahí).

En ese proceso de conocernos, me llamó la atención un detalle, y es que esta chica cada vez que nos contábamos cualquier experiencia personal, solía añadir muletillas del tipo “Igualito que yo, que todo me sale mal” o “Yo eso no soy capaz”, “Eso me llega a pasar a mí y me hundo”. No la conocía apenas, así que no podía saber la envergadura de todo lo que había detrás de sus palabras, pero lo cierto es que me perturbaba. Lejos de tomármelo como un halago, me resultaba más bien incómodo esa alabanza constante a costa de su propia infravaloración, de hecho, no creo que fuera sano para ninguna de las dos, por no hablar de que eso creaba distancia entre nosotras; casi una relación jerárquica: la triunfadora y la perdedora. 

Dicho esto, yo siempre hacía lo posible por minimizar el golpe y me preocupaba por señalar sus puntos fuertes, así como insistirle que si -objetivamente hablando- ella no había estado a altura de alguna circunstancia, que no castigara por ello, que cada una tiene unas cualidades y unas aptitudes y que no todas vamos a ser buenas en lo mismo, que indagara en qué era buena ella. A pesar de todos esos amagos de coaching por mi parte, no percibir ninguna mejora en su actitud, pero seguíamos teniendo buen rollo y la convivencia no nos iba mal. 

El punto de inflexión llegó cuando retomó la terapia y (por lo que pude interpretar porque nunca me lo dijo explícitamente) le cambiaron los ansiolíticos. El cambio vino como una montaña rusa estropeada: cambios drásticos y repentinos, para volver al punto de partida con una caída más frenética y demoledora que la anterior. La veía como podía pasarse el finde entero en pijama a arreglarse para ir a trabajar como quien va a una boda. Un día no probaba bocado y al siguiente se pedía comida rápida a domicilio como para tres personas.

Su autoestima pendía de un hilo y yo hacía lo que estaba en mi mano para ayudarla hasta que me empezó a atacar. Porque yo puedo ser buena, pero no tonta, y de golpe había dejado de tenerme en un pedestal para intentar hundirme a la primera de cambio criticando absolutamente todo lo que le proponía, desprestigiando mi ayuda y, en general, criticándome abiertamente. Deduje que, cuando más se esforzaba por humillarme, más empoderada se sentía, que seguramente fuera la única arma que tuviera para salir a flote.

No se lo permití, por supuesto, pero tampoco contraataqué porque no tenía ninguna necesidad de hundirla aún más en el pozo. Ella solita se había cubierto de mierda.

A raíz de aquella experiencia me paré a reflexionar y lo comenté con algunas personas cercanas. No es raro que alguien trate de subirse la autoestima a costa de bajártela. Se podría decir que es casi habitual. En ti está que no permitas que eso te afecte y poner los límites necesarios con la persona implicada. En mi caso, esos límites se han ido imponiendo solos, casi por defecto. Ella me evita porque ni fuerzas le quedan para atacarme y, cuando lo hace, yo le freno el golpe con cierta contundencia. Por mi parte, procuro coincidir con ella lo mínimo y, en los casos que no nos queda más remedio, me muestro cordial y cercana. Llamadme mística, pero no me gusta que gente así ensucie mi karma.

Ele Mandarina