No os voy a mentir, Bruno y yo ya nos habíamos visto en más de una ocasión. Más que nada porque la ciudad en la que vivimos es muy pequeña, mucho, y al final los que somos más o menos de la misma quinta nos tenemos todos geolocalizados. Solíamos salir de fiesta por los mismos antros aunque también os digo, jamás me había fijado en él más allá de saludarlo con la cabeza al llegar al local de cada sábado a la misma hora.

Hasta donde yo sabía Bruno tenía un par de años más que yo, estaba estudiando para ser conductor de ambulancias y era viejo conocido del primo de una amiga. Es decir, que salvo su DNI lo sabía prácticamente todo. Lo mismo nos pasaba con el resto de su pandilla, no os vayáis a creer, y era más que evidente que a ellos les ocurría lo mismo con nosotras. Lo que comúnmente se conoce como ‘tenernos fichados’ entre nosotros. Ahora, lo de hablar o mantener una breve conversación, jamás.

Mi grupo de amigas y yo, al igual que Bruno y sus colegas, llevábamos unos dos años visitando el mismo garito cada fin de semana. Escuchando la misma playlist, bebiéndonos todo el garrafón que nos servían, cantando hasta desgañitarnos los estribillos de ‘Baila Morena‘, ‘Dale Don Dale‘ o ‘Fly on the wings of love‘. Se repetía una y otra vez, pero era la mar de divertido, y al final lo que más nos molaba era que siempre había jaleo, historias y movidas para despertarnos el domingo y salsear sms para arriba sms para abajo.

Aquel bar cumplía cinco años aquel verano y el dueño, un señor de unos 60 años que nos miraba demasiado a todas las chicas, decidió que iba a hacer una gran fiesta. Pinchos y comida variada desde las diez de la noche y una barra libre tirada de precio para que terminásemos a gusto con todas las reservas del peor alcohol de la ciudad. Por supuesto fuimos las primeras en comprar las entradas y allí nos plantamos maqueadas al máximo para el fiestón del verano.

Como no podía ser de otra manera, Bruno y su cuadrilla también estaban allí, así como otras decenas de personas que abarrotaban el local que, ya os digo, incumplía por completo los límites de aforo permitidos. Pero nosotras éramos jóvenes y bastante descerebradas así que aquel mogollón de gente nos pareció un planazo de éxito y nos situamos en una esquina del local en la que podíamos comer y beber sin problemas.

Yo le di buena cuenta a la tortilla. Me agencié una pequeña ración donde había unos cuatro trozos y un platito de croquetas y decidí que aquella sería mi cena previa a comenzar a darle a los chupitazos y los cubatas. Nos lo montamos bien, o eso pensamos, porque hasta aquel momento la noche había empezado espectacular.

En seguida vimos en la otra esquina de la barra a uno de los colegas de Bruno y yo solo tuve a bien decir que ya estábamos la familia al completo. Aquello me resultaba la verdad hasta bonito, todos allí hacinados con el mismo objetivo: pillarnos nuestra enésima cogorza bailando los temazos de siempre y sudando hasta por las orejas.

Después de la cena un par de camareros se dedicaron a desmontar las mesas de la comida como buenamente pudieron para que así la noche comenzase en condiciones. Recuerdo estar parada en aquella esquina mirando fijamente cómo aquel chico desmontaba un caballete y pensar lo bien que me vendría el retrete de mi casa en aquel momento. Me cagaba pero sin excesivo apuro, retortijones sin más.

Primera ronda de chupitos, segunda, tercera, un cubata, un mojito… A pesar de que lo estaba intentando me estaba costando un huevo y medio seguirles el ritmo a mis amigas. Un rato después tuve que parar un momento y salir fuera de aquel antro para coger aire. Ni las avisé, me puse detrás de una chaqueta azul que me sacaba dos cabezas y seguí sus pasos hasta la salida.

Aquella noche debía haber como 70º, ni en el exterior se podía respirar como era debido. Me senté en un bordillo de la acera y me puse a mirar al infinito tratando de controlar el dolor de estómago que, entonces sí, me molestaba bastante. Apenas un ratito después vi asomar por la puerta a Bruno, con cara de pocos amigos y, al igual que yo, completamente solo. Me saludó con la cabeza como de costumbre y al verme allí sola se acercó a mí dejándome bastante descolocada.

Recuerdo que me preguntó muy amable si me encontraba bien, yo le dije que sí y me pidió permiso para sentarse a mi lado. Estuvimos en silencio un rato bastante largo hasta que le dije que me dolía un poco el estómago y él me miró como sorprendido para decirme que estaba igual que yo. Me ofreció un poco de agua de su botella y, aunque es algo que no se debe hacer, le di un trago que me supo a gloria. Al rato me encontré algo mejor y él también tenía otro aspecto así que después de bromear un poco decidimos volver a entrar.

La pandilla de Bruno, sorprendentemente, se había aliado con la mía. Parecía que había tonteo entre una de mis amigas y uno de sus colegas así que nos quedamos todos juntos. Me balanceé un rato con total desgana hasta que él se volvió a acercar a mí para darme un golpecito en el hombro y señalar la barra. Giré y me fui con él aunque me apetecía más bien poco meterle más alcohol al cuerpo.

No le quise hacer el feo a pesar de que aquella bebida estaba ya pagada y vi como pedía dos chupitos gesticulando con las manos. En cuanto vi la sal y el limón delante de mis ojos se me revolvió de nuevo el estómago: tequila, no hay bebida que odie más. Miré a Bruno que me sonrió y pensé que tenía que hacer el esfuerzo aunque fuera por quedar bien. Respiré hondo e hice de tripas corazón para tragarme aquel chupito que me pareció interminable. Rápidamente me metí el limón en la boca tratando de sonreír pero una arcada horrible se me vino a la boca del estómago y mientras miraba a Bruno como buscando agradecerle el gesto no lo pude evitar, vomité ya no solo el tequila sino el resto de bebidas e incluso la tortilla y croquetas de la cena.

Lo peor no fue el ponerme a vomitar allí mismo, sino que lo hice en la barra, poniéndolo todo perdido, con tropezones incluidos. En seguida Bruno me agarró mostrando por su parte un saber estar increíble pero en ese mismo instante mientras yo seguía arcada tras arcada sin dejar de vomitar lo escuché que se disculpaba y acto seguido también se ponía a vomitar. Como dos aspersores, así estábamos los dos, dejando perdidos la barra y el suelo del local.

La marea de gente se abrió a nuestro alrededor y, aunque la música estaba altísima, pude escuchar a uno gritando ‘¡ey! ¡que aquí hay dos potando a lo loco!’. Creo que en la vida he vomitado tanto, me puse los pies perdidos, bueno, los míos y los de Bruno, no era normal aquello.

En cuanto pudimos el dueño del local y dos camareros nos acompañaron a la salida, nos dieron un par de botellas de agua y nos echaron una pequeña bronca sobre saber parar de beber cuando no se puede más. Y aunque Bruno tenía cara de estar muriéndose tuvo la fuerza suficiente para dejarles claro que aquello no había sido culpa del alcohol precisamente, que él no estaba tan mal como para eso y yo tampoco. Tenía toda, toda la razón.

Nuestros amigos salieron para quedarse un rato con nosotros y yo volví a vomitar sin parar, con unas arcadas y un mareo que me empezaron a preocupar muchísimo. Bruno solo decía que él estaba fatal y que nos habían intoxicado con algo. Entre todos se pusieron a dilucidar si algo de la cena nos había sentado mal, y al final llegaron a la conclusión de que la tortilla de patatas era la culpable. Casualidades de la vida, poco después vimos asomarse a otra chica que, sola en una esquina, echó la papilla al completo. Que sí, que de noche mucha gente vomita, pero no así, con aquel dolor de estómago tan intenso.

La cosa se complicó porque yo no era capaz de parar de vomitar a pesar de tener ya el estómago vacío. Lo estaba empezando a pasar fatal y mis amigas decidieron llevarme a urgencias. No tenía ni fuerzas para levantarme de lo mal que estaba. Escuché a Bruno decir que él también venía, por acompañarme y para que lo vieran a él también. Mi mejor amiga se montó con nosotros en el taxi y al llegar a urgencias Bruno le propuso que se fuera a descansar, que él se haría cargo ya que no se encontraba tan mal como yo.

Estuvimos unas seis horas en urgencias. Yo con una vía de suero enganchada y él a mi lado, vomitando de vez en cuando en una papelera que había junto a la cama. Los momentos de lucidez que tuve los dediqué a darle las gracias y a recordarle lo buen chico que me parecía. Él después me contó que también le dije que tenía los ojos muy bonitos, no lo recuerdo, aunque ya os digo que de ser así no mentí en absoluto.

Finalmente fue el huevo lo que provocó todo aquello. En concreto una tortilla de las doce que se sirvieron aquella noche en el antro de nuestro amigo. Por lo menos tres personas más sufrieron las consecuencias de aquella tortilla, ¡y ya fue casualidad que Bruno y yo cenásemos de aquella tortilla del demonio!

Me hicieron falta dos días en la cama para recuperarme del todo de aquella noche. Bruno se fue a su casa ya por la mañana, cuando mi padre asomó por el box de urgencias y le dio las gracias por estar conmigo. Recuerdo llegar a casa un rato después y leer un sms de un número que no conocía pidiéndome perdón por vomitarme en los pies y proponiéndome una cita en condiciones sin tortilla de por medio. Y aunque me encontraba como un guiñapo sonreí y rápidamente respondí que contara con ello. Quedamos al fin de semana siguiente, nos cenamos unas empanadillas que nos supieron a gloria y nos bebimos un par de sangrías bien fresquitas.

Bruno, que por cierto ahora es mi marido, siempre cuenta esta historia cuando tiene ganas de cachondeo. Y es que no muchos pueden decir que conocieron a su mujer y madre de sus hijos una noche de farra vomitándose mutuamente. ¡Eso amigas, es amor del bueno!

 

Anónimo

 

 

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