No puedo recordar ninguna época de mi vida en la que no me hayan sacado de quicio los “ruiditos”. Cuando los identifico a mi alrededor, automáticamente crece en mí el demonio y, si no puedo huir a otro lugar, acabo diciéndole a la persona que lo está emitiendo que pare de una puñetera vez. Eso si me pillan amable y educada.

Con “ruiditos” me refiero a aquellos que cumplen dos características básicas: son generados por seres humanos y se repiten en intervalos menores a veinte segundos.

Por lo general, además, son sonidos que salen del cuerpo. En esta categoría se llevan la palma el ruido al masticar (por favor, ¿puedes dejar de parecer un ñu?) y el ruido al respirar (¿por qué hay personas que tienen un jodido pito de feria en las fosas nasales?).

Es una manía que no puedo controlar, que me enciende y que me hace temer así de primeras cualquier acto público o privado que suponga colocarme cerca de una persona. Sí, estoy jodida. Pues imaginaos si, de la noche a la mañana, mi pareja empieza a masticar como si de Obélix se tratase.

No sé qué mierda cambió en su organismo (quizá que empezó a vivir drogado constantemente, sí, puede ser que fuera eso) que le hizo parecer un neandertal al comer. Me percaté a pocas semanas de mudarnos juntos y entendí que aquello no tenía ningún futuro.

Habíamos planeado una velada romántica en la casa nueva. Yo, como buena adulta que de niña ha consumido películas de Disney como si fueran a prohibirlas, me monté la mía propia: él prepararía la cena, traería un vino bueno y se comportaría de manera galante.

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“Paul Newman está muerto, bonita”, tendría que haberme dicho a mí misma. Pero la capacidad peliculera se impuso y luego, claro está, me llevé el hostión.

Preparó la cena, sí. Un revuelto de Mercadona que llevaba meses congelado y unas chucherías que compró en el chino del barrio. Del vino, ni rastro. Unas cuantas litronas de cerveza barata, eso sí.

Pero lo peor fue cuando empezó a comer. Aquello era un despropósito, ¿estaba cenando con mi novio o con un San Bernardo? Se chupó los dedos cuatro o cinco veces, por si fuera poco.

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Para rematar la faena, después de cenar fue al baño. Yo seguía en shock por el espectáculo, pero otro ruidito me sacó de mi ensimismamiento. Era un ruido de esfuerzo. De apretar. Seguido del consiguiente suspiro de alivio y un plof.

No quise creerlo, pero tenía que enfrentarme a la realidad. Me asomé al pasillo y lo comprobé: estaba cagando con la puerta abierta y sin ningún reparo. Dios mío, ¿qué estaba pasando?

Y, como no, aquella noche hizo mucho, muchísimo ruido al respirar mientras dormía. Mi novio se había convertido en Torrente y no había tapones de los oídos que pudieran solucionar aquello.

Lo dejé a los pocos días. Aún no me he cruzado con Paul Newman, también os digo.