¡Hola, amores!

Si me habéis ido leyendo por aquí a lo largo de estas semanas, sabréis que desde siempre he sido una chica acomplejada por mi físico, por la presión que siempre han ejercido sobre mí ciertas personas de mi entorno, y que eso me llevó a cerrarme como un mejillón.

Y es que, echando la vista atrás, da miedo ver todo lo que los comentarios malintencionados hacia un niño pueden repercutir en tu vida a largo plazo. Sé que también aquí entra la personalidad de cada uno, por supuesto, pero como esta se forja en edades tempranas y depende, en cierto modo, del entorno, en mi caso me hizo ser una adolescente y una joven que pensaba y repensaba las cosas cuarenta veces antes de ni siquiera plantearse hacerlas.

¿Qué pasa con esto? Que ahora, habiendo pasado la barrera de los treinta —tengo 36 primaveritas— es cuando estoy haciendo muchas de las cosas que amigas y conocidas hicieron a sus veinte años.

Cosas que pueden parecer tontísimas, pero que para mí suponían tener que enfrentarme no solo a mí misma y lo que tenía en la cabeza, sino a las mismas personas de mi entorno que medían hasta el aire que respiraba.

Tengo amigas que, con dieciséis, dieciocho, veinte años se hicieron ya sus primeros piercings. Y hablo de los más comunes, como un segundo agujero en el lóbulo o el de la nariz. Aunque es cierto que, en esos años, entrados los 2000, es cuando empezó a popularizarse esto y todo el mundo se empezó a poner piercings en masa. Yo quería ser una de ellas, quería tener mi arito en la nariz, que me parecía súper bonito, pero ahí que empezaban esas voces: «¿dónde vas con un aro en la nariz? Vas a estar ridícula. ¿Qué van a pensar cuando te vean con él? ¿Y si se infecta? ¿Y si lo hacen mal?».

Claro, todo esto venía de la retahíla de miedos que me habían metido en el cuerpo por puro desconocimiento y esa creencia de que «las gordas no podemos estar a la moda». ¿Sabéis lo más gracioso? Que uno de mis primos se hizo un pendiente en la lengua a espaldas de todos, y aunque al principio fue chocante, lo tomaron como algo normal. Pero nena, tú cuidado no te hagas uno a ver si te va a pasar algo.

Me hice el piercing, claro que sí. Pero a los veinticinco años. Y estaba contenta, es que incluso el dolor que sentí cuando me lo hice —porque joder lo que duele— me importaba un carajo. Eso sí, me lo hice en verano, cuando estaba sola en casa, por si acaso algo iba mal no tener que escuchar un «te lo dije» cuando las feas voces de alrededor entraran en mi casa. Y claro, todo fue bien, se curó de lujo, yo estaba contenta, deseando poder ponerme el aro cuando se curase del todo…

Hasta que llegó el temido día en el que ese círculo al que le encantaba meterse en mi vida se echó las manos a la cabeza. ¡Me había hecho un piercing! ¡Y parecía un grano en la nariz! ¿Qué iba a pensar la gente de mí? 

Es verdad que muchas de esas cosas, de esas vivencias, están muy enterradas y recuerdo más las sensaciones que lo que me dijeron, pero sé que me sentí fatal. Tenía la idea de hacerme un segundo pendiente en la oreja, y no lo hice, por supuesto. Así que pasé mis veinte, y debo decir que una parte de mis treinta, reprimiendo una parte de mí, esa que buscaba expresarse del todo a través de mi estilo: el pelo mejor de un tono natural; ningún piercing más; nada de tatuajes, por supuesto; la ropa cuanto más anodina mejor.

Claro, ahora miro hacia atrás y pienso «¡joder! ¡Es que tendría que haberlo hecho! ¡Qué tonta fui!», pero el miedo al maldito «qué dirán» me tenía paralizada. Tampoco intenté conocer a nadie más allá de mi grupo de amigos, había tenido dos decepciones amorosas y estaba muy desanimada. Jamás se me ocurrió hacer un viaje catártico yo sola, sino que siempre iba a casa de alguna amiga —generalmente a Málaga y a Oviedo—, porque pensaba que me tomarían por loca si decidía escaparme sola. Tengo amigas que lo hicieron en aquellos años, el coger una mochila, o la maleta, e irse solas un fin de semana a desconectar de todo el mundo. Y les vino genial. Pero yo… no, no fuera que alguien me dijera algo.

¿Qué pasa? Que tras mucho luchar contra mí misma, mis miedos y mis inseguridades, es ahora, a mis más de treinta años —de hecho, más o menos el cambio comenzó en los treinta y dos—, cuando estoy haciendo lo que me sale de mi santo chumino.

Es ahora cuando estoy expresándome a través de mi imagen, cuando tengo mi propio rollo. Ahora llevo el pelo de diferentes colores fantasía —generalmente rosa o lila—, botines con dibujos monísimos, plataformas de esas enormes que me flipan, vestidos de colores llamativos. Y me encanta. Sí, también tengo tatuajes y estoy orgullosa de todos ellos. Y sí, el segundo pendiente de la oreja. Y me haré el tercero. Y el segundo de la contraria. Porque quiero expresarme, quiero ser quien soy.

¿Y sabéis qué? Que encima a la gente le gusta. No sabéis la de veces que me han parado por la calle, o que en tiendas o restaurantes me han dicho «cómo mola ese tatuaje», «qué pelo tan bonito» o «me encanta tu rollo». Ojalá la Mónica de hace diez años, quince, pudiera ver que por fin se ha convertido en quien era, que la mariposa escondida por fin abrió su capullo y extendió las alas.

Y desde este pequeño post, quiero lanzar una petición: si os sentís así, si os da miedo ser vosotros mismos por lo que la gente pueda pensar, trabajad en ello, de verdad, porque cuando dejáis salir lo que tenéis dentro, vuestra luz, la gente de alrededor lo ve, y los idiotas se quedan sin argumentos. Si necesitáis ayuda, pedidla, es algo que yo me reprocho muchas veces, que debería haber pedido ayuda profesional cuando la necesitaba. Y si no sois vosotros, pero conocéis a alguien cercano en esta tesitura, tendedle la mano, ayudadle, dadle alas, porque a veces las mariposas escondidas solo necesitamos un viento cálido que nos ayude a aprender a volar.

 

Nari Springfield.