Trabajar cara al público es, sin lugar a duda, una de esas experiencias que te marcan para siempre. Te hace perder la fe en la humanidad y a esforzarte cada día para encontrar un trabajo mejor. Durante muchos, muchos años, más de los que me gustaría reconocer, he trabajado como dependienta en tiendas variadas, he vendido ropa (por aquí os dejo las cosas más extrañas que me he encontrado en los probadores), accesorios, bolsos, maquillaje y hasta chuches, y todas las tiendas en las que he trabajado tienen algo en común: el cliente maleducado.
Si me preguntas que es lo que más odio de trabajar cara al público, lo tengo claro: aguantar a la gente. Hay clientes maravillosos, todo hay que decirlo, que te hablan bien y valoran tu trabajo, pero hay otros que mejor si no salieran de sus casa.
Saludar es gratis
¿Por qué la gente no saluda? Esto es algo que jamás entenderé. Tú estás ahí, detrás del mostrador, con tu mejor sonrisa, les saludas y la gente entra como si fueran zombis. Ni un “hola”, ni un “buenos días”. Nada. Simplemente atraviesan la puerta y se dedican a inspeccionar la tienda como si yo no existiera.
A veces, en un arranque de optimismo, me acerco y suelto un saludo cargado de energía, un entusiasta “¡Hola! ¿En qué puedo ayudarte?”, pero muchas veces la respuesta es… silencio total y absoluto. Ni te miran. Me pregunto si soy yo la que se ha vuelto invisible o si ellos están en algún tipo de competencia para ver quién es más grosero. Entonces, después de unos minutos de ignorarme, mágicamente aparecen frente al mostrador como si acabaran de materializarse y me sueltan un seco: “¿Cuánto cuesta esto?”. Ni un “por favor”, ni un “gracias”.
Los que creen que tienes poderes sobrenaturales
Otro de mis favoritos son los clientes que piensan que soy una enciclopedia andante o, mejor aún, una vidente. Te preguntan por un artículo que estaba “allí” hace dos meses, como si no cambiáramos de sitio la mercancía de la tienda cada dos semanas o menos. Pero es que encima les pides más detalles y te dicen “Era un bolso negro”, a ver señora, ¿sabe usted cuantos bolsos de color negro hay en una tienda de bolsos?”. O cuando trabajaba en una conocida marca de vaqueros, que te pedían un modelo que habían visto en la web cuya descripción era “unos vaqueros azules”.
Y ya cuando querían a adivinaras la talla era lo más. Te venía la típica señora a comprar una camiseta para su hijo, sobrino o amigo de su hija, le preguntabas la talla y te decía “no sé, la normal”, a lo que tú preguntabas “¿una M?” y su respuesta era “tú sabrás”. Espera, que saco la bola de cristal a ver si con ella adivino la talla de un chaval que no sé quien es. Lo mejor de todo es que si no acertabas la talla, a las dos semanas venían a devolver la camiseta enfadadísimas porque le habías dado la M y el destinatario del regalo era la L.
Los que compran en domingos y festivos
Vivo en Madrid, donde se abren todos los domingos y festivos, a excepción de muy pocos que también tengo anécdota con eso. Bueno pues siempre está la típica mamarracha que te suela:
“¡Ay, qué ver! Que os hagan trabajar un domingo, no hay derecho”
Pero aquí estás tú, un domingo, comprando una camisa hawaiana, que digo yo que un bien de primera necesidad no es.
En el centro comercial donde yo trabajaba se cerraba el día 1 de mayo, día del trabajo. Pero la zona de restauración y los cines estaban abiertos. Pues os podéis creer que, al día siguiente, 2 de mayo, que encima era festivo en Madrid y ese sí abríamos y me tocó ir, una señora me montó el pollo porque había venido ella ayer, día 1, y la tienda estaba cerrada.
El impaciente que quiere entrar antes de que abras
Me gusta ser puntual en mi trabajo, tan puntual que suelo llegar cinco o diez minutos antes de mi hora. Me gusta llegar, ponerme el uniforme tranquilamente y si me da tiempo, tomarme un café. Pues siempre que toca apertura, estoy yo con mi café y tiene que llegar el típico impaciente a aporrearme la puerta y a gritar desde fuera “¿Está cerrado?”. Pues sí, está cerrado, se abre a en punto. Y su maldita respuesta: “Es que como hay luz…” ¿Y qué quiere, que cuente la caja a oscuras, que me tome el café, me cambie de ropa, barra o lo que sea a oscuras?
El drama del cierre
Uno de los más odiados por la gente que trabajamos en comercio es el cliente que entra a la tienda cinco minutos antes de cerrar. No solo entra tarde, sino que lo hace con calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Y ahí estás, con la puerta a medio cerrar, esperando que termine su paseo por los pasillos mientras sueñas irte a tu casa. Pero si hay algo que no soporto es que encima de que entran a la hora del cierre, van y compran. Unos minutos antes de cerrar la puerta, yo y seguramente todas las cajeras y cajeros del mundo, preparo mi caja para el cierre: cuento las monedas, veo cuanto he vendido en efectivo y cuanto en tarjeta, cuadro el fondo de caja… y llega la clienta de ultima hora y compra. Me descuadra todas las cuentas y al final acabo saliendo tarde.
Trabajar cara al público es un reto diario que pone a prueba tus límites como ser humano. Pero, por lo menos, siempre hay historias para contar. Así que la próxima vez que entres en una tienda, recuerda: saluda y sé amable.