Durante algo más de veinte años he vivido dando las gracias por lo afortunada que he sido con mis hijos. Nacieron sin complicaciones, los crie sin mayores incidencias y son dos jóvenes adultos que siempre han gozado de muy buena salud física y mental. Nunca me dieron ni un problema, nada. Ni en el colegio ni en casa. Si me lo preguntaran, respondería que mis hijos eran unos chicos felices. Y, en consecuencia, yo era una madre feliz.

Sin embargo, todo cambió hace unos meses… cuando, con todo el dolor de mi corazón, me di cuenta de que mi hijo menor es un maltratador.

Al principio no lo vi. Supongo que yo misma me puse la venda sobre los ojos. Que negaba las evidencias porque una no quiere pensar que el niño que ha criado pueda ser un monstruo. Pero, ahora que estoy en proceso de asimilarlo, siento que, en realidad, llevaba tiempo viendo las señales.

Él siempre ha tenido una personalidad carismática, el típico líder. Nunca se ha tenido que esforzar en hacer amigos, ni hacerse un hueco en ninguno de los entornos en los que se movía. Es de los que destaca de forma natural, al que no tardan en seguir los demás. Cuando era más pequeño me parecía una ventaja. Creía que la vida le sería más sencilla a una personalidad arrolladora como la suya. Yo misma soy más de las que seguían a gente como él, quizá por eso veía las ventajas más que los inconvenientes.

Como con las relaciones sociales, las de pareja tampoco le iban mal. Empezó a tener a las chicas detrás muy jovencito y creo que no sabe lo que es estar por alguien que no le haga caso. Bien porque ha tenido suerte, bien porque es vago incluso para eso y prefiere ir a lo seguro. Sea como sea, antes de los 18 ya había tenido algunas relaciones ‘formales’ por así decirlo. Quiero decir que había traído a varias novias a casa y, echando la vista atrás, todas tenían el mismo perfil.

Mi hijo sale solo con chiquillas con personalidades tímidas, tranquilas, complacientes y sumisas. Todas eran así. De las que parecían incluso pedirle permiso para hablar. A todas les gustaban las mismas cosas que a él. Salir cuando quería salir él. A dónde quisiera ir él.

Qué curioso, ¿no?

A mí solo me llamó la atención cuando empecé a ver signos de alerta con la que ha sido su última novia. Una chica encantadora, simpática y muy dulce con la que parecía tener algo más fuerte que con las anteriores. La traía a casa mucho más a menudo y era habitual que me los encontrara allí cuando llegaba de trabajar.

No recuerdo exactamente qué fue lo que me hizo fijarme en que ella cada vez sonreía menos. O más forzada cuando lo hacía. Estaba menos charlatana con los demás miembros de la familia y, en general, se le veía un poco tristona. Pensé que igual le pasaba algo en su casa, la verdad.

Hasta el día en que llegué a nuestro piso y los gritos de mi hijo se escuchaban en el rellano. Discutían acaloradamente, aunque luego caería en que solo se le oía a él. Me debatí entre hacerme notar para que parasen o irme con discreción y volver un poco más tarde. Me decidí cuando escuché cómo mi hijo le gritaba que era una ‘puta estúpida y amargada’.

Tiré mis cosas en la entrada, corrí hacia su cuarto y me lo encontré zarandeándola de un brazo en el que luego le saldría un moretón con la forma de sus dedos. Me impresionó y me asustó tanto, que lo primero que se me ocurrió fue sacar a aquella niña de mi casa. No sabía exactamente dónde vivía, pero sí que era lejos. Así que le pedí que se viniera conmigo y la metí en mi coche. La llevé a su casa y ella, que en un primer momento intentó quitarle importancia a la escena que había presenciado, lloró en silencio durante todo el trayecto. No respondió cuando le pregunté si eso había ocurrido más veces, si solía gritarle de esa manera…

De modo que no me quedó más remedio que tratar de obtener esa información de mi hijo. Y creo que no miento si digo que no he llorado más en toda mi vida que la noche después de hablar con él y oírle justificar y minimizar su comportamiento. No puedo describir el miedo, la vergüenza y la pena que sentí. Ni la frustración de no saber cómo hacer para modificar su conducta. Ni cómo manejar la horrible sensación de que una parte de mí sienta repulsión por ese niño al que adoro con toda mi alma.

Hice algunas consultas y, pese a que ya es mayor de edad y no puedo obligarlo, logré convencerlo de acudir a terapia, con la que parece que está haciendo avances esperanzadores. No sé qué más puedo hacer y no sé si algún día perderé el miedo a que maltrate a otras mujeres, pero me he prometido a mí misma estar muy pendiente.

 

Anónimo

 

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