¿Alguna vez os habéis parado a pensar en los aseos públicos femeninos como espacios que pueden unir a las mujeres y hacernos sacar toda la sororidad que llevamos dentro?
Yo pasé de percibirlos como un lugar más al que acudir de paso y solo de forma imprescindible (porque la mayor parte de las veces, no lo vamos a negar, dan bastante asquete, pero eso daría para otra publicación) a considerarlos una especie de refugio, una isla tranquila y soleada en mitad del océano frío y revuelto.
La primera vez que tuve un amago de esta sensación fue hace muchos años: recuerdo encontrarme mal en una de tantas noches de juerga juvenil, ir al baño a echarme agua en la cara para intentar despejarme y ser rescatada por una desconocida que me acompañó con cariño hasta donde estaban mis amigos, habiéndome tapado con su propio abrigo y sujetándome contra ella porque iba temblando y un poco mareada. Esa fue la primera experiencia que hizo que mirase a esos lugares como sitios acogedores y salvavidas.
Luego vinieron otras experiencias menos potentes pero con la misma esencia: desconocidas que me prestaron toallitas húmedas, pañuelos, una compresa… Mujeres con las que coincidí durante un par de minutos, cumplieron una función y ya nunca volví a ver.
Pero la última ocasión fue la definitiva para que comenzase a sublimar esos lugares, y es la que os voy a contar hoy:
Hacía unas semanas que mi novio, después de varios años, me había dejado. Yo aún estaba tocada y mi mejor amiga pretendía animarme intentando que me apuntase a prácticamente todos sus planes.
Así que, después de mucha insistencia por su parte, esa noche salí a cenar y después a tomar una copa con ella y su grupo de amigos.
Conseguí desconectar durante ese rato. Y cuando estábamos en lo mejor, bailando en un pub ya algo achispadillos, vimos cómo mi ex entraba por la puerta bien agarrado a una compañera de trabajo. Sí, esa compañera cuya relación ya me había puesto en alerta en la última etapa de nuestra relación y por lo que él me había tratado de loca.
Mi corazón comenzó a latir a mil y mis ojos se empañaron en cuestión de segundos así que mi amiga, temerosa de una posible patética reacción pública avivada por el alcohol por mi parte, me arrastró al baño para que me pudiera calmar tranquilamente sin ruidos ni interferencias.
Ya en el aseo del local, me eché a llorar y empecé a expresar abiertamente mi rabia. Mi amiga me abrazaba y me consolaba a la vez que me limpiaba las lágrimas e intentaba animarme. Y, como buena amiga, mostraba sin reparos también su indignación poniendo verde al personaje en cuestión.
Durante todo ese tiempo, sucedía lo normal en esos sitios: otras chicas iban entrando también al baño, pero en esta ocasión la mayor parte de ellas no salieron.
Prácticamente todas, al darse cuenta de la situación que primero presenciaban tímidamente escuchando desde el WC y después mientras se lavaban las manos, empatizaron tanto conmigo que acabaron interviniendo y uniéndose a la conversación: unas me aconsejaron, otras incluso me abrazaron como si fuéramos amigas de toda la vida…
Llegó un momento en que estábamos colapsando los lavabos de los aseos femeninos y las que esperaban fuera para entrar empezaron a aporrear la puerta porque nadie salía desde hacía un rato. Mis nuevas amigas gritaban “¡un momento!” mientras me hablaban y me arreglaban el pelo y el maquillaje. Las otras empujaban la puerta y protestaban pero no había hueco para que pasara ni una más porque ahí ya no cabía ni un alfiler.
Solo por eso acabamos terminando abruptamente la improvisada charla de ese grupo de chicas que no nos conocíamos de nada y que, tras solo unos minutos, ahora nos sentíamos como amigas de toda la vida.
Ese encuentro me llenó de fuerza. En un primer momento, lo que había deseado era irme directamente a casa. Pero aunque hubo opiniones de todo tipo y se formó un interesante debate en ese improvisado centro de terapia que esa noche fue ese cuarto de baño, todas ellas coincidían en convencerme de que me quedase: que no era yo la que tenía que irme de ninguna parte, que saliera, disfrutara y le restregase mi felicidad en toda su cara, que no había mayor desprecio que la indiferencia….
El famoso “dientes, dientes” (una de ellas llegó a decírmelo tal cual y en un minuto se convirtió en una especie de grito de guerra común con el que nos despedimos todas antes de dispersarnos).
Sintiéndome ya invencible, les hice caso y regresé con otra energía a la barra donde nos esperaba el grupo. Y os juro que acabó pasando de ser una noche nefasta a una de mis mejores noches.
Efectivamente, me dediqué a intentar centrarme en mi y pasarlo bien sin mirar a los susodichos ni un segundo. Y muchas de esas chicas que había conocido casualmente un rato antes en el aseo, se siguieron acercando a mí durante la noche, me preguntaron cómo seguía, hablaron y bailaron conmigo, nos hicimos selfies, me presentaron a sus amigos. Acabé sintiéndome como la anfitriona de una gran fiesta a la que todos se dirigían y apreciaban genuinamente.
No os podéis imaginar lo querida y cuidada que me sentí por todo ese grupo de mujeres desconocidas.
Mi amiga me tuvo que avisar, bastante rato después, de que mi ex y su acompañante se habían ido hacía un rato de allí. Os juro que llegó un momento en que ni me acordaba de que ellos se encontraban en el mismo sitio.
Aún hoy, años después, todavía recuerdo las caras de esas chicas que se convirtieron en mis hermanas aquella noche. No tengo ninguno de sus contactos, así que si esto llega a alguna de ellas y se reconocen en esta historia, quiero hacerles llegar mi cariño y agradecimiento y decirles que no son conscientes del bien que me hicieron sus presencias y actitudes conmigo.
Es más, amplío esto a cualquiera de las otras mujeres con las que haya coincidido alguna vez en un baño público y me hayan dedicado un gesto amable o me hayan prestado un pintalabios.
Ahora, gracias a todas ellas, cada vez que entro en un aseo público femenino, lo hago con una sonrisa.