Nunca sabemos con qué clase de personas nos podemos topar, por muchas historias insólitas que oigamos y leamos. Piensas que eso le pasa a los/as demás. Yo aún no me creo que me pasara lo que me pasó, pero sí.

Ya imaginaréis que no tiene nada de excitante ni de estimulante que tu novio te espíe por una webcam secreta que instala en casa. Ni siquiera es romántico. Es humillante y degradante.

Los antecedentes

Mi novio y yo llevábamos alrededor de un año viviendo juntos. Los dos trabajábamos, aunque por aquella época él estaba a jornada completa desde por la mañana. Yo tenía un trabajo de media jornada en horario de tarde en una cafetería y, aunque me pensé cambiar porque el salario no me daba, decidí conservarlo y aprovechar las mañanas para estudiar oposiciones.

Aparentemente, conté con su apoyo. Me daba consejos y ánimos, y me contaba casos de personas cercanas que se habían puesto a estudiar. Me preguntaba por mis rutinas mientras él no estaba: que si me levantaba a buena hora, que cuántas horas seguidas pasaba estudiando, etc. Alguna vez llegó a agobiarme, pero lo relacioné con su deseo de que yo cumpliera mis objetivos y prosperara. 

Por otra parte, he de decir que yo le había sido infiel a mi anterior pareja con él. No lo justifico, sé que no estuvo bien y me sentí tan mal que, en el futuro, me cuidaré de no ser honesta y decir la verdad sobre lo que siento antes de hacer nada de lo que luego me arrepentiré. Pero aquella relación estaba ya muy deteriorada. Hacía tiempo que el amor se había terminado y empezaba a destilar mucha toxicidad, así que encontrar a otra persona solo fue la última gota.

Mi novio comenzó a ver con muchas suspicacias el buen rollo que yo tenía con un compañero de trabajo, que solo llevaba unas semanas en la cafetería. Me preguntaba por frecuencia que con quién trabajaría aquella tarde. Y casualmente, cuando era él, se dejaba caer por allí de cuando en cuando.

En resumen, tenemos el siguiente cúmulo de factores: una meta ambiciosa ante la que él me exigía un compromiso, un chico que él percibía como amenaza y el saber que yo ya había sido infiel. Hechos que, desde luego, no justifican lo que hizo.

Viviendo en Gran Hermano… sin saberlo

Comencé a sospechar por sus comentarios. Me preguntaba cosas del tipo: “¿A qué hora te has levantado hoy?”. Si yo le decía que a las 9 h, él me cuestionaba, suspicaz: “¿Seguro?”. A lo mejor solo habían sido 10 o 15 minutos más tarde, no suelo mentir. Y, cuando le decía la hora exacta, se limitaba a decir: “Eso sí me cuadra más”. Yo ya notaba esa vigilancia exhaustiva sin saber siquiera que él usaba cámara oculta, y la presión se tradujo en agobio.

Otros días se preocupaba por las veces que había cogido el móvil durante la mañana, que cuántas  habían sido y cuánto tiempo creía que perdía con él. “Deberías poner un contador y medir el tiempo que malgastas, porque seguramente sea muchísimo”, me dijo. Aquella mañana, precisamente, perdí más tiempo del habitual en WhatsApp porque una amiga me escribió para contarme sus planes de boda, así que le estuve preguntando.

Son comentarios a los que no se les da importancia si son aislados, solo piensas que la otra persona te conoce muy bien, sabe que sueles remolonear un ratito en la cama y que pasas mucho tiempo hablando por mensajería instantánea. Pero eran tan frecuentes que yo ya estaba escamada, hasta que me descubrí navegando de incógnito para saber cómo y dónde alguien podría instalar una cámara espía. 

Me puse manos a la obra una mañana, equipada con trapos y cubos para “limpiar” el salón. Porque hacía falta, sí, pero también para intentar dar con el dispositivo sin levantar sospechas de que lo estaba buscando, y que él no lo cambiara de sitio. Sí, así de recelosa andaba ya para entonces.

Me centré en sitios a cierta altura que apuntaran a la mesa en la que solía ponerme a estudiar, y me llevé un rato repasando y repasando como la que quiere dejar la superficie como los chorros del oro. Hasta que lo conseguí y confirmé mis sospechas.

Era un dispositivo muy pequeño, cuadrado y de poco más de 3 cm cada lado. Era de color negro y lo había colocado en una estantería alta delante de una vasija de diseño del mismo color, de manera que resultaba casi imperceptible. Os puedo asegurar que, si no te pones a buscar exhaustivamente como yo hice, no se ve.

Tenía la cámara conectada a una aplicación en el móvil, y le bastaba conexión a Internet para ver lo que yo hacía desde cualquier lugar. Además, para evitar que la encontrara de manera fortuita, la ponía y la quitaba cada día, antes de irse a trabajar y al llegar, cuando yo ya no estaba en casa. Lo tenía planeado y bien medido, según me confesó más tarde.

Me sentí humillada, vulnerada, decepcionada y llena de ira cuando encontré aquello. Y también sentí miedo, mucho miedo. ¿Con qué clase de persona estaba compartiendo mi vida? No hizo falta que le pidiera muchas explicaciones al llegar a casa, porque obviamente él ya sabía que yo había encontrado el dispositivo.

Comenzó diciéndome que lo había hecho por mí, que me había puesto un objetivo muy ambicioso y no quería que me frustrara al no conseguirlo, solo por no tener buen hábito de estudio. Pero la conversación fue subiendo de tono y al final, enfadado, me dijo que no le parecía bien que yo perdiera el tiempo mientras él llevaba el peso de los gastos del día a día, que eso era egoísta e inmaduro.

También acabó confesándome que veía con mucha suspicacias lo bien que me llevaba con mi compañero.

-Y bueno, tú ya has puesto los cuernos antes -me soltó.

Le dije de todo, desde “puto enfermo” a “tóxico, cabrón, falso y mala persona”, llena de rabia. En algún momento, cuando logré tranquilizarme, le grité:

-No hace falta que me espíes con una cámara oculta, puedes ver en vivo y en directo cómo hago las maletas y salgo por patas de aquí.

Me suplicó una y otra vez que volviéramos, hasta que lo amenacé con denunciar a la policía lo que había hecho y me dejó en paz. Todo podría haberse quedado en una anécdota si no fuera porque, el muy cerdo, instauró en mí la eterna sombra de la sospecha, la sensación de que me observan. Y no se lo perdonaré. Ojalá nunca vuelva a tener pareja y, si la tiene, que no le haga lo mismo.

Anónimo

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