Hoy vengo a contaros una de las experiencias amorosas que más han marcado mi vida y que, a día de hoy, casi 7 años después, todavía me reabre la herida si la recuerdo. 

Allá por noviembre del 2015, mi amiga y yo nos embarcamos en la aventura que cambiaría nuestras vidas por completo. Contratamos los servicios de una agencia de esas que te buscan empleo con alojamiento y nos fuimos al sur de Inglaterra. Tuvimos bastante suerte puesto que la mayoría de los trabajos para chicas en nuestra situación solían ser de camareras de pisos de hoteles (que es muy digno pero muy duro), pero a nosotras nos pusieron de dependientas de las tiendas de dos gasolineras de estas que tienen como un pequeño supermercado dentro. Las dos gasolineras pertenecían al mismo jefe. Las dos estaban en medio del campo (separadas por unos 15km de distancia) y abastecían sobre todo a los granjeros que trabajaban en la zona y a los turistas que pasaban por allí hacia la costa. 

Como os he dicho anteriormente, el pack contratado incluía el alojamiento y los trabajadores foráneos, compartíamos una casita al lado de una de las gasolineras por la que pagábamos una mínima cantidad de alquiler que el jefe restaba a nuestro salario. Los convivientes parecíamos el enunciado de un chiste malo: dos españolas, dos húngaros, un inglés y un islandés. La verdad, es que al principio la convivencia fluía sin problemas y nos llevábamos todos bien, sí, MUY BIEN. 

Yo trabajaba con uno de los chicos húngaros, él era el encargado y se preocupó mucho de enseñarme todo lo que debía saber acerca de mi puesto. Además era más o menos de mi edad y aunque mi inglés no era aún muy bueno, se las arreglaba para hacerme sentir a gusto y gastarme bromas.  Aaay amigas mías, pero es que el muchacho estaba de toma pan y moja, así que, entre broma y broma, ya se sabe…

Encima no podía ir a casa y olvidarme un poco de él, NO. Iba a casa y lo veía en toalla cuando salía de la ducha, en pijama al despertarse, y sudado cuando volvía del gimnasio. Por si no fuera poco, habíamos cogido la costumbre de cenar todos juntos y quedarnos bebiendo, fumando y echando el rato en la cocina pues todos teníamos los turnos de tarde. Total, que aquello llegó al punto de ser mi tortura diaria, hasta que un día, terminé en su habitación. Ohh yes, me lo gocé (y él, obviamente). Pero creo que eso fue la crónica de una muerte anunciada. 

A partir de aquella noche, todo se volvió turbio y tóxico, un tira y afloja que yo no conseguía entender. A veces no me hablaba más allá de lo estrictamente profesional, otras era el mejor amigo del mundo, a veces parecía que no había nadie en el mundo que le cayera peor que yo y acto seguido me miraba como si quisiera follarme un día entero sin parar. Mi vida empezó a ser una locura de sensaciones y situaciones tan dañinas como desconcertantes. Cada vez que intentaba alejarme de él, volvía con su sonrisa eterna, su café mocca especialmente hecho para mí y su cama caliente una vez que los demás estaban acostados. Por el contrario, cada vez que esta tonta, suavizaba posturas, volvía a ser ese tío de piedra y hielo que no le importaba lo más mínimo mi existencia.

Os preguntaréis, ¿ocurría algo que provocara ese cambio tan extremo en él? ABSOLUTAMENTE NO. Y eso era lo que más me atormentaba, de hecho, empecé a temerle, a no saber cómo tratarlo, a no atreverme a preguntarle nada en el trabajo y a evitar cruzarme con él en casa. 

Como os podéis imaginar, el ambiente en la casa se resintió un poco, porque nuestra tensión era palpable desde el norte del país, pero los demás hacían como que no se notaba demasiado e intentaron seguir como si nada. Hasta que… mi exnovio vino a verme. Sí, en uno de mis bajones y dado que habíamos quedado como buenos amigos, le dije que podía visitarme sin pensar que lo haría, y digo que sí lo hizo. A los pocos días, llegó y lo que pasó aquella noche, me acompañará hasta el fin de mi existencia: estando en la cocina con mi amiga, algunos de los otros chicos y mi exnovio a punto de cenar, entra este muchacho por la puerta y cuando lo vio ahí sentado y después de preguntar quién era, montó tal escena…que ninguno de los presentes dábamos crédito. Empezó a reírse tan alto y tan exageradamente que cualquiera diría que se le había ido la pinza, buscó unas cuatro o cinco sartenes con tanto ruido que parecía que estábamos en medio de una cacerolada de protesta, mientras se hacía la comida cantaba y soltaba comentarios sin ton ni son y al irse, revoleó los trastes al fregadero y volvió a asomar la cabeza para volver a mirarnos y a reírse como un psicópata. Todo esto bajo la petrificación y desconcierto absoluto de todos los asistentes. 

A los dos días, apareció con una chica y nos llamó a todos para presentárnosla. Jamás volvimos a verla.

¿Raro? De cojones. Hoy día aún no consigo entender si le gustaba, si no, si no se atrevía a tener algo conmigo por miedo o si simplemente pasaba de mí. Tampoco sé si era por la diferencia lingüística o porque no me veía suficiente para él. 

No he vuelto a saber de él desde que dejé aquel trabajo y aquella casa, tampoco ha vuelto a pasarme nada igual. Sé que el cúmulo de circunstancias influyó en lo bizarro de esta historia, pero aún se me remueve todo cuando recuerdo como en mis primeros meses en Inglaterra, perdí la cabeza por un húngaro.

 

MilaMilano