Cosa mayor es el chochamen, inexplorado e imprevisible. Nunca sabes lo que puede pasar ahí, si cambiará el pH, si dolerá al limpiarte, si olerá a un jardín o a un mar muerto o si aparecerá la cabeza de una criatura. Hasta polizones peligrosos se han llegado a encontrar.

Constaté el ecosistema impredecible que es la vulva en una ocasión en la que fui a limpiarme después de mear. Algo en ese acto tan cotidiano se salió de lo normal. Me molestó, y no por una fricción agresiva del papel. Una leve exploración manual me hizo sospechar, así que solo había una manera de averiguar que estaba pasando ahí abajo.

Estiré una toalla en el suelo, me senté con las piernas abiertas y me puse un espejo apuntando directamente a la entrepierna. La visión de todo mi papo en HD, con sus pliegues, sus rojeces y sus pelos. Cundió el pánico cuando, tras unos minutos de observación, identifiqué la causa de mi molestia: del capuchón del clítoris sobresalía un trozo de carne rojo y alargado, como una lombriz intestinal desubicada. Lo agarré entre dos dedos, tiré y dolió. Supe entonces que aquel cuerpo, harto feo y desconocido, no debía estar allí.

Augurando un fatal destino

Mi médica de cabecera, profesional, me hizo las preguntas de rigor: que cómo era, que si tenía aspecto de coliflor, que si dolía… Ella con sus cuestiones y su teclear ávido, sin mirarme, tan ajena a los sudores fríos que me recorrían la espalda. Porque yo me temía lo peor.

¿Y si me lo tienen que quitar, algo pasa y pierdo… ya sabe… el “gustito”? —me atreví a preguntar con un hilo de voz.

—¡No, mujer, por Dios! —exclamó, averiguando a qué me refería. Luego me comunicó día y hora de mi cita en Ginecología del hospital.

Semanas después, me presenté en la consulta en compañía de mi pareja. Con los 33 años que contaba entonces, viendo a una pareja hetero joven en un sitio así, la gente te mira cómplice, como si estuvieras esperando. Pero no. La presión que yo sentía no era la de un bebé sobre mi vejiga, solo la losa del miedo que te hunde el pecho.

La doctora y la enfermera preguntaron, me estudiaron y emitieron un diagnóstico: había que extirpar. Aquella protuberancia sin identificación solo estaba unida a mi cuerpo por una base que no tenía ni el tamaño de una cabeza de alfiler, así que las mujeres se animaron a hacerlo allí mismo. No había necesidad ni de esperar, ni de prepararme mentalmente ni de más equipamiento que un sillón obstétrico, anestesia y los avíos para cortar.

¿Pero qué es? ¿Un micropene? —pregunté.

—No. Un micropene es el clítoris. Esto es algo que te ha salido y hay que quitar.

Y no tuve más que dejarme hacer mientras mi chico esperaba en una silla al otro lado del biombo.

endometriosis un dolor que nos destruye de manera silenciosa

Veo la luz

Yo ya avisé de que estaba muy nerviosa y de que a mí los toqueteos ahí, si no son con el fin que ya sabemos, me causan mucha aprehensión. De hecho, es otro de mis motivos para no gestar. “Eso dices ahora, mujer, pero luego, una vez estás…”, me dijo la enfermera.

Puedo decir que aquella fue una de las peores experiencias clínicas de mi vida. El recuerdo del pinchazo de la anestesia me atormenta casi a diario. Y para poco sirvió, porque lo sentí todo, lo oí todo y casi acabó pidiendo la extrema unción.

—Venga, venga, que ya hemos terminado. Quédate aquí unos minutos tumbada hasta que se te pase.

Y allí me dejaron, aturdida y lívida. Mi novio, ya acostumbrado a esos numeritos de hipocondría, se limitó a decir: “Yo creo que lo vas a poder contar”, sin pasar al otro lado del biombo. Juraría que ni siquiera despegó los ojos de la pantalla del móvil.

La doctora sostuvo en mi cara un pequeño botecito de muestras, como todo un hallazgo: la lombriz y tres vellos púbicos. Me anunció que lo llevarían a analizar (solo la lombriz) y días después respiré tranquila.

Bueno, tranquila, no. Porque, sí, tal y como predijo mi chico, hoy lo puedo contar. Vivo feliz con un chocho que sigue respondiendo a estímulos, pero con el miedo a que algo de aquella tirita de carne haya perdurado, tenga vida propia y le dé por volver a crecer.

Anónimo