De pequeña quería ser rica y ahora solo quiero estar tranquila.

Acabo de darme cuenta.

O sea, en realidad no, hace un tiempo que lo sospecho.

Hace tiempo que soy consciente de lo mucho que hemos cambiado, mis prioridades y yo.

Cuando era una niña soñaba con dar grandes fiestas para mis cien mejores amigos en mi enorme mansión con vistas al mar.

Con un despacho en un rascacielos y una placa con mi nombre en la puerta.

Fantaseaba con cubrir mi tipazo con los mejores vestidos y ropa de marca.

Con viajar por todo el mundo y tener fotos de anuncio en azoteas de Nueva York y en bungalows sobre pilotes bañados por el océano Índico.

Esa niña ingenua y fantasiosa ha ido creciendo y madurando, entendiendo que la vida no es fácil.

Viendo cómo las responsabilidades van quedando siempre por encima de todo lo demás.

Asumiendo que ciertos sueños no se van a cumplir.

Jamás.

Y dándose cuenta de que… le da igual.

Imagen de Juan Mendez en Pexels

Porque lo cierto es que vivir en una casa grande y lujosa ya no está en mi lista de deseos.

Lo único que quiero es tener un hogar. Y hogar, para mí, no tiene ni por qué ser un lugar fijo determinado.

Mi hogar es mi piso alquilado. Ese rincón de lectura con una butaca frente a la única ventana por la que entra la luz del sol. La barra de desayuno que con tanto mimo improvisé en la cocina en la que no cabe una mesa de verdad.

Mi hogar es también la calita en la que me reúno con mis amigos cada San Juan, aunque no hayamos conseguido juntarnos todos ni una sola vez el resto del año.

Es ese parque en el que nos dimos nuestro primer beso.

El abrazo sin motivo aparente de alguien querido.

En la oficina en la que trabajo no hay ninguna plaquita con mi nombre. No tengo despacho propio. Desde mi mesa no alcanzo a ver siquiera si fuera hace bueno o se ha puesto a llover.

Pero tengo un trabajo, uno que me proporciona los ingresos que necesito para vivir, que paga las facturas y que me deja tiempo para mí.

¿Qué más se puede pedir?

No me da para trapitos ni bolsos de marca, puede ser.

Sin embargo, hace tiempo que comprendí que lo que mejor me sienta es una sonrisa sincera y unas buenas ganas de vivir.  

Las marcas que visto en la actualidad no salían en las revistas de moda que ojeaba de niña. Son las que fabrican mi talla y que me permiten lucir con orgullo prendas acordes con mi estilo y personalidad.

Porque quizá no tengo la silueta, peso y altura a los que aspiraba, pero habito un cuerpo sano y maravilloso que me ha brindado experiencias increíbles y que seguro me deparará muchísimas más.

Me gusta viajar, conocer sitios nuevos.

Y para eso no hace falta ir lejos ni dejarse una pasta en billetes de avión.

Nunca olvidaré aquella semana en la playa, hacinada en un apartamento de un dormitorio más sofá cama que compartí con cinco amigas. Los bocadillos que comíamos a diario, hechos de chorizo pamplona, pan reseco y una pizca de arena.

Recordaré toda mi vida el fin de semana que pasamos haciendo vivac en la sierra.

Las horas que pasábamos cantando los éxitos de Los 40, en un coche sin aire acondicionado, para reunirnos en un Madrid que superaba los 40 grados.

No doy fiestas multitudinarias en un ático con vistas.

Mis amigos son pocos, pero son de verdad y de los buenos.

Quedo con ellos para hacer barbacoas en merenderos públicos mientras los pequeños de la pandilla juegan al balón o corretean por la hierba.

En invierno nos apretujamos en el salón, pedimos pizza y nos sentamos a arreglar el mundo en el sofá, los taburetes de la cocina y unos cuantos cojines en el suelo.

Después recojo los pocos restos que dejan sin recoger ellos mismos cuando se van, guardo la pizza que haya sobrado por si me apetece para desayunar al día siguiente, me pongo mi pijama de Shein y me meto en mi cama de Ikea.

Y duermo como un bebé porque tengo salud, mis necesidades básicas cubiertas y un buen puñado de personas que me quieren tal y como soy.

Puede que no haya alcanzado las metas de mi niña interior, pero ambas sabemos que lo que tenemos es incluso mejor.

 

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