Siempre he sido una persona con mucho mundo interior, desde pequeña; pero en estos últimos años, en mis momentos más bajos, en esos en lo que necesito ayuda de verdad y no veo cómo salir, he descubierto un patrón. Lo llamo “La depresión de cuando todo va bien”.

En mi vida, también desde muy pequeña, nunca he sabido lo que es estar totalmente tranquila, siempre ha habido y hay un montón de preocupaciones que acechan a mis nervios, quitándome el sueño y cambiando mis planes sobre la marcha. Mi psicóloga siempre me dice que no conoce a nadie a quien le pasen tantas cosas. No sé si quizá debería cambiar a mi terapeuta por una meiga que me quite el mal de ojo o algo así. Llega un momento en que estar alerta ya ni siquiera es una opción si no un modo de vida. Entonces, acostumbrada a esto, a recibir malas noticias, a tener siempre uno o dos frentes abiertos importantes y las preocupaciones del día a día, voy solventando lo que puedo y lo que sé y ocupándome de todo lo que soy capaz de ocuparme pero si, de pronto, todo se coloca, las preocupaciones que me atormentaban desaparecen, los frentes abiertos se cierran en paz e incluso, quizá, recibo alguna buena noticia o un aliento hacia algo inesperado… Es ahí, justo en ese momento cuando, en vez de disfrutar y empaparme de esa positividad, me vengo abajo, me frustro, intento llegar a más cosas que realmente puedo abarcar, la ansiedad me ahoga en cada minuto del día y una enorme tristeza me invade por completo.

Al parecer esto es muy frecuente y, tras haber aguatado el tirón, es cuando te relajas cuando tu cuerpo y tu mente te hacen pagar por el estrés vivido antes. No es hasta que no aparece un nuevo reto que no soy capaz de dejar a un lado las añoranzas, esa sensación de “todo tiempo pasado fue mejor” que me hace romantizar momentos de mi pasado, a veces alucino con estar echando de menos algunas cosas, porque objetivamente fueron momentos de mierda. Es, claramente, mi cabeza devolviéndome la putada que le he hecho en forma de angustia.

Y entonces llega la presión social, el “pero ¿de qué te quejas?, el “ahora que podrías estar disfrutando…” y entonces te sientes juzgada, aún encima, y eso, claramente, no ayuda a nadie. Es ahí cuando debo recurrir a trucos de terapeuta para ocupar mi cabeza en otras cosas, buscar retos que no me supongan un estrés demasiado intenso (porque aunque mi cabeza no quiera, descansar también me va bien) pero que me motive a seguir hacia delante con ganas.

Es curioso cómo la mente se acostumbra al sufrimiento, cómo da por hecho que si te relajas luego va a ser peor, ese miedo a que la siguiente batalla te pille desprevenida, que te haga recibir un par de golpes antes de poder reaccionar.

No sé si me alegra o me entristece saber que no estoy sola en esto y que hay muchas más personas a las que les pasa lo mismo, que no saben gestionar las alegrías. Si lo pienso bien, explica muchas veces la actitud de alguna gente (la explica, no la justifica) que no sabe ver la felicidad en otros, quizá sea porque su propio sufrimiento los hace “negacionistas de las alegrías”.

Yo, al menos por ahora, no he llegado a eso y espero o hacerlo. Todavía tengo una enorme capacidad para alegrarme por los demás y ahora, poco a poco, empiezo a aprender a alegrarme por mi y poner en valor los retos que alcanzo y las cosas que consigo con mi propio esfuerzo (no sin un poquito de síndrome del impostor por en medio, pero algo es algo).

Con esto me gustaría que otras personas pudiesen ver que esa amiga suya que, una vez que pasó por ese tormento ahora va y se encierra en casa, ahora que todo va bien pasa el día llorando, no es que le guste más el drama, es que no está sabiendo gestionar esas emociones que, por desgracia, no siente habitualmente. Así que, aunque tu impulso inicial sea felicitarla por estar en una buena racha, quizá es ahora cuando necesita ese apoyo que en los momentos malos rechazó.