Lee aquí la parte 1

 

Empecé a alejarme de la soledad cuando mi marido falleció, al salir de esa esclavitud que tenía en lo que era mi hogar y mi matrimonio. Cuando me permití hablar con otras personas que no fuesen mis hijos sin sentir culpa por ello, cuando empecé a vivir de verdad sin miedo ni presión. 

Al principio, al empezar mi nueva vida por primera vez fuera de casa,  empecé a rodearme dentro de la residencia de mujeres, compartiendo experiencias y muchas veces penas. Algunas de ellas extrañaban a sus maridos, otras me contaban historias más duras que la mía, otras simplemente me transmitían su alegría y sus ganas de vivir, con un carácter más desenfadado. Al final, simplemente compartíamos, reíamos o llorábamos juntas. Y a mí eso me bastaba, no buscaba nada más. Pero con el paso del tiempo llegó él.

Fue una tarde, que al jugar a las cartas, tuve un recuerdo de quien fue mi marido, de mi vida anterior y de mis fantasmas. Y me eché a llorar, teniendo que volverme a mi habitación. Supongo que en la distancia, desde otra mesa, él se dio cuenta. Y dejó lo que estaba haciendo para venir detrás para ver si necesitaba algo. Tocó mi puerta, preguntó y esperó 45 minutos de reloj a que saliese de allí. Me ofreció su hombro y su oído, que aunque llevase audífonos él sabía escuchar bien. Y esa tarde hablé y me desahogué como no había hecho hasta ese momento con nadie.

Así empezamos a vernos todas las tardes, un rato cada día, para hablar. Él me contó que también era viudo pero que había perdido a su mujer casi diez años atrás por un cáncer. Me habló de sus hijos, de sus nietos y de lo que disfrutó y disfruta de su vida con ellos. Que era profesor de primaria y que vivió rodeado de niños, que le gustaba su profesión y que lo que le apasionaba era leer. Me contó toda su vida.

Nos convertimos poco a poco en amigos, pero con el transcurso de los días fui cambiando sin darme cuenta la percepción que tenía de él. Se fue convirtiendo en alguien a quien miraba diferente, el motivo por el que quería despertarme por las mañanas y cada encuentro por las tardes me removía cosquillas en el estómago, incluso con la edad que ya tengo. E imagino que esta sensación fue creciendo a la par en los dos, porque su mirada se iba transformando con cariño e ilusión cuando nos veíamos, él olía a perfume cada vez que nos encontrábamos y se ponía su mejor ropa todas esas tardes.

Y de una manera natural, un día nos besamos, nos dimos la mano y empezamos a hablar del futuro, como si fuese eterno, como si nos quedasen mil años que vivir juntos. Porque creo que he perdido la noción del tiempo, y aunque nos quedé poco por vivir, hemos decidido que queremos hacer este camino de la mano. Pensando en que he perdido toda mi vida creyendo que el amor era otra cosa, cuando podría haber sido feliz de verdad como soy hoy día. Y ahora que lo tengo, me voy a permitir vivirlo al máximo, disfrutando cada instante.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en una historia REAL gracias a la historia de una nieta.