Diario de una muslona. Parte 1

Estoy segura de que todas las que leemos y participamos en este espacio nos hemos encontrado en situaciones incómodas e, incluso, hirientes, a causa de nuestro aspecto físico. Gorda, flaca, alta, baja… los complejos están ahí, detrás de algún adjetivo, cuando en realidad no deberían. Hace un tiempo, no mucho, me habría sido imposible escribir esto, pero hoy me siento con fuerzas, y no solo eso, sino que me apetece mucho compartirlo con vosotras.

Yo nací con el cuerpo bastante proporcionado para ser un bebé, es decir, de bebé yo era del montón bueno: con mi cabecita redonda, mis orejas pequeñitas, achuchable pero no mofletuda… y con rosquitas en los muslos, especialmente en el área rodillil, lo visualizáis, ¿no? Todo eso en un bebé queda de anuncio, no nos vamos a engañar, y hace mucha gracia ver cómo esos pies tan diminutos se yerguen sobre unos muslotes rechonchos. 

Cuando pasan 3 o 4 años la cosa deja de ser graciosa, al menos para mí, porque para algunos debía de ser la monda. Con esa edad empiezas el cole, empiezas a sociabilizar fuera del núcleo familiar y los vecinos empiezan a increparte con frases del tipo: “¡Cómo nos estamos poniendo! A ti te gustan muchos las salchichas y los huevos fritos” o “No se puede abusar de los dulces que luego, mira…” 

Ellos se ríen porque les parece gracioso ver a una niña tan pequeña decir: “Yo no como X, es mi constitución”. “¿Pero sabrás tú lo que significa eso?” Y así, no solo me ponían por mentirosa, sino que invalidaban mis sentimientos cuando, al insistir más de la cuenta, acababa llorando: “Hija, cómo te pones, si no te he dicho nada… si estás muy guapa y muy grande, es solo que eres anchita por abajo”. Así que, mientras ellos miraban con desaprobación mis muslos, yo aprendía que eran verdaderamente horribles, dignos de ser tapados, camuflados y, por supuesto, odiados. 

Con 8 años empiezas tu primera dieta, por múltiples motivos de salud y por indicación de un endocrino, pero el factor estético seguía latente a lo largo de todo el discurso médico. No solo querían verme más delgada, sino que sentía presión por llegar a una determinada talla; de peso y de altura, ¡con 8 años! Para cualquier niño es duro hacer dieta, claro, pero yo además lo compaginaba con el linchamiento que recibía en el colegio porque, ya sabemos, que si la toman contigo por algo se van a aferrar al detalle más nimio e insignificante. En mi caso era un cierto sobrepeso cuyo punto álgido se hacía notar en los muslos. 

Sin embargo, con el tiempo se te hace callo de aluvión de comentarios; algunos desafortunados, otros malintencionados, otros condescendientes. Te acostumbras y vives con ello, asumiendo que eres la culpable de tener un determinado aspecto que causa rechazo, que no gusta. Hasta que encuentras personas a las que le gustas, independientemente de tus muslos (o incluso por ellos), pasan los años y por fin te das cuenta de lo absurdo que resulta que un adjetivo condicione tu felicidad. Tienes tus altibajos (cómo no), porque sigue rodándote la culpa y la duda de si haces bien en no tomar más medidas al respecto: gimnasio, nutricionistas, suplementos, diagnósticos erróneos, médicos de pago… en definitiva, mucho dinero y tiempo invertido, que no siempre te aporta los resultados que deseas, lo cual, se traduce en decepción.

Y un buen día, me miro al espejo y ya no veo tan muslona, de hecho, me veo rara, como que me falta curva, y es que tanto se me ha machacado que no soy consciente del peso que he perdido y que, aun siendo un poco ancha de caderas, realmente no estoy gorda. Tendría que haberme sentido feliz, ¿no? Pues me sentía vacía.  

Aquel verano supe de la existencia de modelos bellísimas como Ashley Graham o Iskra Lawrence y, la verdad, me daban un poco de envidia. Una nunca sabe qué complejos atormentan a las demás, pero yo las veía voluptuosas, despampanantes, atractivas, sexis… todo lo que yo no me sentía en ese momento. También apareció en escena La Pili, junto a su primo Jirafa Rey, en Factor X para decirnos (aparte de que le comiéramos el donut), ¡muslona, muslona, vamos a ponernos de moda

¡Por fin! Ser muslona ya no tenía connotaciones negativas, ya no debía avergonzarme de que con veintitantos aún tuviera reminiscencias de esa rosquita alrededor de la rodilla, como cuando era un bebé. Por fin me sentía válida. Ojo, no digo guapa ni atractiva porque eso quedaba sujeto a mi estado de ánimo (y por desgracia, sigue siendo así). Ser válida implicaba no otorgarle más importancia de la debida a los comentarios ajenos sobre mi cuerpo. Ser válida era sentirme bien conmigo misma y no castigarme si ponía unos kilos de más o si, como bien decía mi yo de 4 años, era simplemente mi constitución.

 

Ele Mandarina