Señores, ver una gorda esquiando es de lo más normal. Siempre y cuando la gorda no sea yo.

Acabo de venir de una excursión a la nieve en la que he sufrido como una mártir. Cuando les dije a mis amigas que me iba a esquiar, se miraron entre ellas asustadas e intentaron analizar mi nivel de sobriedad.

¿Por qué? Porque soy la persona más torpe del universo.

Soy tan torpe que me tropiezo andando en llano, tengo que pararme al comienzo de las escaleras mecánicas y contar hasta 3 para poner el primer pie y me reviento los deditos de los pies a golpes contra mi mesilla de noche.

Unos nacen rubios, otros nacen muy listos y yo nací torpe. Tanto que desde pequeña decidí que mi manera de desplazarme sería sentada sobre mi propio culo, nada de gatear. Desde entonces todas las elecciones respecto a mi seguridad física han sido muy prudentes. Además, a mis 32 años ya me he expuesto a suficientes situaciones ridículas como tirar una barra de pole dance conmigo al suelo o tener que pedir auxilio en una actividad de arborismo a 1 PUTO METRO DEL SUELO.

Si ser torpe no fuera suficientemente cómico, te diré que además soy gorda. Y perdona que te diga pero no es lo mismo caer sobre tu tobillo con 70 kg que con 110kg. Yo lo tengo asumido: mi cuerpo fue diseñado para el confort. Cada uno está hecho de una manera y la mía no es compatible con el salto de pértiga. Punto.

Volviendo a la historia de una gorda esquiando = yo haciendo el ridículo.

Yo quería ir a esquiar con mis compañeros de trabajo, aunque lo de esquiar me diera una pirrilera de orquesta. Además, mis amigas me dijeron que las personas que no saben esquiar van a pistas con muy poca pendiente donde el riesgo es mínimo. Eso me animó bastante y decidí probar suerte.

Bueno, fui a comprarme un traje para esquiar. ¡Joder con el puto traje! ¿Cómo puede ser tan caro un puto traje para esquiar? ¿Pero estamos locos? Me gasté más de 300€ en un traje que seguramente no vuelva a utilizar y que además me aprieta los muslitos y la barriga. Señores, parece que solo esquían las mujeres de la talla 46 y para abajo ¿Cuál es el problema? ¿Dónde está la variedad en trajes para chicas de talla 48 y superiores?

El caso, echamos la primera noche y al día siguiente me aventuré a ponerme el traje de astronauta e ir a pista. Mis compañeros ya iban avisados de que una compañera y yo íbamos a la pista más sencilla porque no habíamos esquiado en la vida.

Antes de llegar ya flipé un poco con todo el asunto. Ósea aún no he empezado a esquiar pero ya las estoy pasando putas. La costura del pantalón se me clava tanto en la tripa que más que un pantalón parece el cinturón de la tortura. Además, el roce de los muslos me hace un ruido tan alto y agudo que parece que voy envuelta en celofán. Y por si fuera poco, hay que caminar con este traje del infierno y con mil cachivaches encima hasta que te pones a esquiar.

¡Chica! Yo no puedo andar con tranquilidad si tengo que llevar medio Decathlon en brazos.

Bueno, yo llegué ya cansada y con ganas de sentarme a tomarme una birra. ¡Pero no! Para cuando por fin llegas, después de meterte la sudada padre y forzar más las neuronas que en un mega-sudoku te toca ponerte a esquiar.

Cuando me puse de pies con los esquíes hice movimientos de prueba fuera de pista para sentirme cómoda. Duré de pies algo así como 3 minutos y no puedes hacerte una idea del puto show que monté para poder levantarme.

Tenía a más de 5 personas observándome y dándome ordenes de cómo tenía que levantarme. Yo no sé si tengo apariencia de Spiderman o qué coño pasa, pero me decían que hiciera unas cosas que era totalmente incapaz de hacer. También te diré, que yo soy como una baldosa, que antes de doblarme, me parto.

Me solté las botas y a correr.

El primer día esquiando fue bien. Me pasé un buen rato en una pista que era previa a la verde y no tenía cuestas. Cuando más temía por mi integridad era cuando sentía que me iba a caer. Sólo pensar en el proceso de levantarme ya me quitaba las ganas de vivir. Tenía mucho miedo de ser una gorda esquiando que deja agujeros en la nieve, pero oye, me defendí muy bien.

Llegó el día dos. Después de la caminata del infierno más cargada que un paje de Melchor, llego a pista y nos dicen que por causas meteorológicas han cerrado la pista verde. Vamos, que la más sencilla disponible era la azul.

Ni me lo pensé, en seguida fui consciente de que me tenía que bajar del carro. Yo no estaba preparada para aquello y créeme si te digo que no tenía NINGÚN problema con quedarme comiendo croquetas y tomando cañas ¡Pero ningún problema!

¿Pero? Pero me pudo el pensamiento de masa y la presión social. Me dijo una compañera que ella me ayudaría, que estaría pendiente de mí y que bajaríamos por la pista azul juntas. Le costó unos 40 minutos convencerme pero finalmente me animé a subir.

¡Ostia puta cuando llegué a la cima! Cuando vi el comienzo de la pista azul y la cuesta por poco me meo encima. Me negué a bajar por allí:

«No no, paso, imposible, yo por aquí no bajo, no me interesa. Ciao»

Mi compañera me dijo que teníamos que bajar esquiando, que no había otra manera. Y por más que me negué durante más de 20 minutos, tuve que hacerla caso. Cuando decidí bajar por la pista yo ya había asumido que iba a morir, tenía asumido el final de mi existencia. Solo le pedí a Diosito, al Karma, al destino o quien quiera que esté ahí arriba, que mi muerte fuera rápida y poco dolorosa.

La primera mitad del descenso fue horrible. Una de las peores experiencias de mi vida. Tenía ganas de llorar, de chillar y de pedir auxilio. Temía por mi seguridad y sobre todo por mi dignidad y orgullo. Verme desde abajo era todo un poema: era una bolita rosa fucsia que se desplazaba lentamente hacia abajo.

Me caía cada 20 segundos y tardaba otros 50 en levantarme.

Para mi sorpresa, cuando me habitué a caerme y a volverme a levantar, se agilizó mucho el descenso. No te voy a mentir, en 1 hora quizás me caí más de 70 veces. Cuando conseguí bajar, todos mis compañeros me estaban esperando. Les vi a todos allí reunidos, me puse nerviosa y volví a caerme.

Una puta lista de turno se atrevió a decirme que me levantara sin quitarme los esquíes. En un intento desesperado de levantarme con todo el tinglado puesto, estiré la pierna y rajé toda la entrepierna del pantalón. Yo me di cuenta enseguida porque el mochi me cogió escarcha en cosa de 4 segundos. Y sí, mis compañeros también se dieron cuenta y todos empezamos a reírnos.

Fue una mierda: las pasé putas para bajar la pista, tenía todo el cuerpo dolorido, se me había rajado el pantalón y mis compañeros ya habían descubierto mi gran debilidad.

Pero ¿Sabes qué? ¡Lo hice! Cuando terminé la pista sentí una liberación inmensa y mucho orgullo.

Y es que, muchas veces tenemos tan metido en el coco que somos de una manera y que hay ciertas cosas que no podemos hacer, que ni siquiera lo intentamos. ¡Y no pasa nada porque caigas mil veces! Todos nos caemos. Sobre todo cuando nos aventuramos en cosas nuevas. Hay mucho miedo al fracaso, cuando el fracaso es muchísimo más común que el éxito. Para hacer algo bien, primero hay que hacerlo mal muchas veces y en la mayoría de ocasiones, parece que se nos olvida.

¿Qué hice el ridículo? Muchísimo ¿Qué dejé la pista llena de boquetes? También.

Pero hice algo que se suponía que no podía hacer, algo que yo me veía totalmente incapaz de hacer. Y créeme si te digo que antes de que termine el invierno pienso volver a esa puta pista verde y pienso volverla a bajar.

Porque ahora no tengo duda alguna de que puedo hacerlo.

 

M.Arbinaga