Ya cuando yo era pequeña apuntaba maneras en eso de liarla con los adultos. En mi casa siempre comentaban entre risas la de pequeñas ‘liadiñas’ que marcaron mi infancia aun no sabiendo yo lo que estaba haciendo ni por qué aquello era tan gracioso para todos. Puedo abrir esta pequeña historia recordando aquella tarde de verano en el cumpleaños de una amiga, me había pasado el día anterior con una diarrea de esas que no te dejan apenas moverte del baño pero aun así me negué en rotundo a faltar a la cita de aquella fiesta. Mi abuela me había acercado a casa de mi amiga y antes de dejarme allí, todo lo fina y exquisita que ella era me dijo que si me daba de nuevo un apretón, ni se me ocurriera gritar que me estaba cagando, que me conocía y era lo más probable.

Abuela, ¿y qué digo entonces?‘ Le pregunte inocente a mis 7 años y con mis dos coletas bien en lo alto de la cabeza.

No sé cariño, dile a su mamá que tienes que ir un momento a telefonear a tu madre.

En medio de la fiesta y después de una buena dosis de ganchitos y mediasnoches de nocilla se me vino un retortijón de esos que te hacen sudar frío. En seguida me puse a buscar a la madre de mi amiga en medio de aquel batiburrillo de niños que éramos. Me cagaba real, en serio, en líquido y con dolor. Necesitaba un baño cuanto antes. En cuanto vi a aquella señora me acerqué y con la cara desencajada le solté un.

Mamá de Gloria, por favor, necesito telefonear que me estoy telefoneando encima…’

¡Bendita inocencia!

Así quizás entenderéis que mi primera hija fuese toda ella un cúmulo de buenas historias y salidas que jamás entendimos de dónde sacaba. Aunque claro, la mayor odisea en la que nos pudo meter sin ella quererlo es la que hoy os vengo a contar.

Tenía ella por aquel entonces 5 años, estaba en tercero de infantil y era feliz yendo al colegio. Pero feliz del nivel de acercarse cada mañana a la puerta del colegio e incluso antes de que abrieran ponerse a gritar como una loca un ‘¡¡¡Dejadme entrar ya, que quiero estudiar!!!’ que se escuchaba en toda la manzana. Ella, una niña con objetivos en la vida desde bien pequeña.

Mi mini Manuela siempre ha derrochado un salero especial, aunque no somos del sur ni tenemos raíces en aquella tierra, ella es muy del bailoteo, de cantar, de hablar con todo el mundo, de no soportar ver a nadie triste… Es de esas personas con las que es imposible aburrirse, además de súper leal con todo el mundo. Quizás por eso su profesora en ningún momento dudó ni un poco de la historia que mi hija le había contado, y vamos la que se me vino a mí encima.

Nos acercábamos a la época de Carnaval y unos buenos amigos de mi marido decidieron que sería buena idea invitarnos a pasar unos días en su casa del pueblo, en una zona a la que nunca habíamos ido llamada San Juan de Río. En el colegio de mi hija les daban algunos días festivos pero aún así le pedí que informara a su profesora de que faltaría toda la semana ya que el viaje nos haría salir fuera durante varios días. Esperaba enviarle a la vuelta el justificante formal, pero me pareció bien que la profesora lo supiera de antemano.

Manuela llevaba nerviosa con nuestro viaje una semana entera. Me preguntaba una y otra vez cómo se llamaba el pueblo, y dónde dormiríamos, qué veríamos… Lo normal en estos casos. Cada día la dejaba en el patio del colegio con el resto de sus amigas y después la iba a buscar al comedor, así que apenas tenía yo contacto con su profesora. Llegó la semana que nos habíamos tomado de vacaciones y mi marido, ella y yo, nos montamos en el coche para empezar el viaje. En medio de la carretera escucho a Manuela desde atrás preguntándome algo.

Mamá, ¿y como es que podemos ir a Río en coche?

Pues hija, porque aunque son unas horas de viaje, se pueden hacer en coche perfectamente.

En el cole me dijeron que a Río de Janeiro se va en avión o en barco, no tienen ni idea mamá…

Me dio la risa y le expliqué la diferencia entre San Juan de Río y Río de Janeiro. Creí que había quedado ahí la historia pero, no. Estuvimos toda la semana disfrutando de las vacaciones y para nuestra vuelta rellené el justificante de Manuela para que se lo diese a la profesora. En cuanto llegamos a la entrada del colegio vi el gesto de sorpresa de otras madres al vernos, rápidamente se acercaron a mí.

¿Pero vosotras no os habíais ido de vacaciones a Río de Janeiro? ¿Cómo habéis vuelto tan pronto?

No me lo podía creer, me faltó tiempo para partirme de la risa y mientras les estaba explicando a ellas aquello vi que la directora del colegio venía hacia nosotras. Menuda ‘liadiña’ con los Ríos.

Y yo que no sabía si podía o no llamaros porque con la información de Manuela no entendíamos nada, nos dijo que os ibais de vacaciones a Río, a ver el carnaval y que haríais un viaje larguísimo. Le comentó a su profesora que ya volvería algún día y que ya recuperaría los deberes, imaginamos que sería una historia de ella, pero al ver que faltaba a clase toda la semana se nos encendieron todas las alarmas.

Claro que mi pobre hija no había mentido, nos fuimos a Río, aunque no al de Janeiro. Disfrutamos del carnaval, pero con menos samba y más monte y vacas. Y aunque el viaje fue largo, tampoco nos hizo falta cruzar el charco.

¡Con estos peques nunca se sabe!

 

Anónimo

 

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