Nora siempre había sido una mujer de pequeños placeres. No necesitaba grandes lujos para ser feliz: el olor del café recién hecho, un buen libro bajo la manta o las interminables charlas con Judith, su mejor amiga, en alguna terraza de Malasaña. Vivía sola en un piso pequeño, pero lleno de personalidad.
Cada rincón estaba decorado con objetos que contaban una historia: la lamparita que compró en un mercadillo en Lisboa, los libros apilados desordenadamente junto al sofá, las fotografías de sus viajes con Judith colgadas en un corcho de la pared. Era feliz. O al menos lo había sido hasta que apareció Víctor.
Todo comenzó en una de esas tardes que no prometen nada especial. Judith, como siempre, fue la culpable.
—¡No acepto un no por respuesta! —exclamó, con las manos en la cintura, mientras esperaba que Nora terminara de pintarse los labios frente al espejo.
—Judith, no me apetece ir. Seguro que será una presentación de libro aburrida, con vino barato y gente que habla de lo mucho que lee pero que luego no sabe ni quién es Borges.
—¿Y si te digo que el autor es guapísimo? —Judith alzó las cejas con picardía.
—Ah, bueno, eso cambia las cosas —bromeó Nora, antes de suspirar y rendirse.
Al final, terminaron en un bar literario del barrio de las Letras. Era un lugar acogedor, lleno de estanterías repletas de libros y una iluminación cálida. La sala estaba llena, y en el centro, frente a un micrófono, estaba él: Víctor.
Era alto, con el cabello desordenado de forma cuidadosamente casual y una sonrisa de esas que parecen hechas para desarmarte. Hablaba con seguridad, como si tuviera el mundo en la palma de la mano, y cada frase que decía arrancaba risas o murmullos de admiración.
Cuando terminó de hablar, Judith no perdió el tiempo.
—Vamos a saludarle.
—¿Perdona? ¿Por qué? —Nora intentó resistirse, pero antes de darse cuenta, Judith la había arrastrado hasta él.
—Hola, soy Judith, y esta es mi amiga Nora. Nos ha encantado tu charla.
Víctor les dedicó una sonrisa radiante y, para sorpresa de Nora, fijó toda su atención en ella.
—Gracias. ¿Sois lectoras habituales?
La conversación fluyó como si se conocieran de toda la vida. Nora se sorprendió riéndose con ganas, algo que no le pasaba desde hacía tiempo. Cuando se despidieron, Víctor le pidió su número con naturalidad, como si fuera lo más lógico del mundo.
Y ella, en un impulso, se lo dio.
Los primeros meses con Víctor fueron como un sueño. Él era atento, detallista, y parecía adivinar lo que Nora necesitaba antes incluso de que ella lo supiera. Le mandaba mensajes por las mañanas para desearle un buen día, la sorprendía con flores o la invitaba a cenar en restaurantes que ella nunca habría escogido por sí sola.
—Es demasiado bueno para ser verdad —le confesó a Judith una tarde, mientras compartían una tarta de queso en su cafetería favorita.
—Pues eso es lo que me preocupa. Demasiado bueno suele ser igual a algo raro. Pero bueno, si estás feliz, yo estoy feliz.
Y lo estaba. O al menos eso creía.
Víctor parecía ser el compañero ideal: cariñoso, divertido, con ambiciones claras. Pero, poco a poco, empezaron a surgir pequeñas señales. Detalles que Nora, en su nube de enamoramiento, decidió ignorar.
Al principio, fueron cosas pequeñas. Víctor prefería los restaurantes caros a las cenas improvisadas en casa. Cuando Nora le propuso ver juntos una comedia romántica, él se rió y dijo: «¿De verdad te gustan esas cosas?». Y cuando le habló emocionada de un manuscrito que estaba editando, él le contestó: «Seguro que está bien, pero no sé cómo puedes invertir tanto tiempo en libros que no son más que entretenimiento».
Nora no se dio cuenta de que esas pequeñas críticas empezaron a moldear su comportamiento. Sin darse cuenta, empezó a dejar de lado sus propias preferencias para acomodarse a las de Víctor.
Dejó de pedir pizza los viernes porque a él no le parecía saludable. Cambió sus novelas de misterio por libros «más serios». Incluso empezó a ver menos a Judith porque Víctor siempre encontraba algo más «importante» que hacer juntos.
Judith, que nunca se había callado ni una, no tardó en notarlo. —Nora, ¿qué te pasa? Ya no quedamos como antes.
—Es que estoy ocupada. Entre el trabajo y Víctor… —intentó justificarse. —Ya. El trabajo y Víctor. Pero, ¿y tú?
Nora se rió, intentando desviar el tema, pero las palabras de Judith se le quedaron grabadas.
Un año después, Nora se había convertido en una versión irreconocible de sí misma. Su vida giraba en torno a Víctor, y aunque él seguía siendo el mismo hombre encantador, ella sentía que algo le faltaba.
Ya no se reía con la misma facilidad. Su trabajo, que antes le apasionaba, ahora se le hacía cuesta arriba.
Las tardes en casa se habían vuelto monótonas, y sus charlas con Judith eran cada vez más distantes.
Un día, mientras paseaban por el Retiro, Víctor le propuso mudarse juntos.
—Podríamos vivir en un barrio más tranquilo. Y, si quieres, podrías dejar tu trabajo. Así no estarías tan estresada.
La idea, lejos de emocionarla, le provocó una sensación de vacío. Esa noche, mientras se miraba al espejo, Nora se dio cuenta de algo. Ya no sabía quién era.
¿Dónde estaban sus mechas de colores? ¿Y el sonrojo en sus mejillas? ¿Dónde se había dejado los pijamas de dibujos que tanto le gustaban? En su lugar solo veía seriedad, incluso en la ropa de colores sobrios y sin brillo. Algo había cambiado demasiado.
La gota que colmó el vaso llegó una tarde, durante un café con Judith.
—Nora, te lo digo en serio. ¿Estás bien? Ya no eres la misma. Antes te brillaban los ojos cuando hablabas de tus cosas, y ahora parece que todo te da igual.
Nora intentó negar lo evidente, pero no pudo evitar que las lágrimas empezaran a rodar por sus mejillas. Judith, siempre directa, le dio un abrazo y le susurró:
—No tienes que estar con alguien para ser feliz. ¿Recuerdas quién eras antes de él? Porque yo sí.
Esa noche, Nora se dio cuenta de que había estado intentando encajar en la vida de Víctor en lugar de construir la suya propia.
Días después, Nora tomó una decisión.
—Víctor, tenemos que hablar.
—¿Pasa algo? —preguntó él, algo desconcertado.
—Sí. Me he perdido a mí misma. Y creo que tú tampoco has llegado a conocerme de verdad.
La conversación fue larga y complicada. Víctor intentó convencerla de que podían arreglarlo, pero Nora se mantuvo firme.
—No es tu culpa. Pero… Esto no funciona.
La ruptura con Víctor no fue sencilla. Durante semanas, sintió una mezcla de alivio y vacío, como si le hubieran quitado un peso de encima, pero también como si le faltara algo.
Las primeras noches solas en su piso fueron especialmente duras. La costumbre de recibir un mensaje de “buenos días” o una llamada al final del día había desaparecido. Sin embargo, poco a poco, esa sensación de vacío fue dejando espacio para algo más: la posibilidad de reencontrarse.
Judith, como buena amiga, estuvo a su lado desde el primer momento. Le propuso planes espontáneos, la arrastró a exposiciones de arte moderno que ninguna de las dos entendía y, sobre todo, le recordó quién era. Pero, más importante aún, le dio el espacio que necesitaba para volver a conectar consigo misma.
Una tarde, después de terminar un manuscrito para la editorial, decidió salir a dar un paseo sin rumbo por el barrio. Era sábado, y el aire fresco de Madrid le resultaba reconfortante. El sol se filtraba entre los edificios, creando sombras juguetonas en las calles empedradas. Se sintió bien.
No feliz del todo, pero bien.
Y eso ya era mucho.
Caminando sin rumbo, llegó a una pequeña librería que no recordaba haber visto antes. El escaparate estaba decorado con libros antiguos y plantas que colgaban del techo, y el cartel de la entrada decía:
“Pasa, el mejor viaje siempre empieza con un libro”.
Nora se detuvo frente a la puerta, dudando un instante, y luego entró.
El interior de la librería era cálido, con estanterías de madera que llegaban hasta el techo y una tenue luz amarilla que hacía que todo pareciera acogedor. El olor a libros viejos y café recién hecho llenaba el aire, y una suave música instrumental sonaba de fondo. No había mucha gente, lo que hacía que el lugar pareciera aún más íntimo.
Nora comenzó a pasear entre las estanterías, deslizando los dedos por los lomos de los libros. Era un gesto que había hecho mil veces antes, pero que había olvidado durante el último año. Recordó lo mucho que le gustaba perderse en lugares como ese, donde cada libro era una promesa de aventura, un mundo nuevo esperando ser descubierto.
Llegó a la sección de novelas de misterio, su favorita, y cogió uno al azar. La portada mostraba un oscuro bosque cubierto de niebla, y el título decía: «El asesino de los susurros» . No pudo evitar sonreír; era justo el tipo de libro que Víctor habría despreciado. Sin pensarlo demasiado, lo abrió por la primera página y comenzó a leer.
No habían pasado ni dos párrafos cuando algo en la narración le hizo soltar una carcajada inesperada. El autor había descrito a un detective torpe y malhumorado de una forma tan absurda que no pudo contenerse. La risa fue ligera al principio, como una burbuja que sube despacio, pero pronto se convirtió en una carcajada sincera, de esas que hacía mucho tiempo que no tenía.
La gente a su alrededor la miró con curiosidad, pero a Nora no le importó. En ese momento, con el libro entre las manos y la risa resonando en el aire, sintió algo que no había sentido en mucho tiempo: libertad.
Cerró el libro, aún sonriendo, y se quedó un instante en silencio, abrazándolo contra su pecho. Algo en su interior había cambiado. Era como si, por fin, hubiera soltado el peso de todas las expectativas, de todos los “deberías” que la habían encorsetado durante el último año. Había estado tan ocupada siendo la persona que Víctor quería que fuera, que había olvidado quién era realmente.
Mientras seguía paseando por la librería, un pensamiento le cruzó la mente: estaba volviendo. No de golpe, no de manera espectacular, pero paso a paso. Había empezado a recuperar su risa, sus libros, sus momentos de tranquilidad. Había empezado a volver a ser Nora.
Cuando llegó a la caja para pagar el libro, la dependienta, una mujer mayor con gafas redondas y una sonrisa amable, le dijo:
—Se nota que te ha gustado. Es raro ver a alguien reírse así con un libro.
—Sí, supongo que… lo necesitaba —respondió Nora, aún con una sonrisa en los labios.
Al salir de la librería, con el libro en la mano y el sol iluminándole la cara, sintió algo que no había sentido en mucho tiempo: esperanza. Y mientras caminaba por las calles de Madrid, con el viento acariciándole el cabello y la mente ligera, supo que no solo estaba recuperando su vida. Se estaba recuperando a sí misma.
Y esta vez, no pensaba dejarse atrás nunca más.
Themis
**Relato de ficción**