Hay veces que parece que todo va mal, que el mundo entero se derrumba a tus pies y no ves la manera de salir de ahí. Pero, si te paras a analizar las cosas que te pasan, de dónde viene cada preocupación y qué soluciones podría tener… Igual un pequeño cambio te puede cambiar la vida.

Resulta que hace un año ahora mismo yo estaba sumida totalmente en la mierda, así, literalmente. Había muchas cosas en mi vida suspendidas en el aire con amenazas de no ponerse en su sitio. Había dramas muy reales quitándonos la esperanza, personas horribles metidas en mi casa disfrazadas de almas atormentadas estropeando muchas cosas (entre ellas, mi salud mental, porque no solo las parejas pueden hacerte luz de gas) y, entre todas las preocupaciones que habitualmente tengo con respecto a mis hijos, de pronto el colegio de los mayores empieza una campaña de acoso y derribo contra mi… Y yo, que no me sentía con fuerzas para nada, solo podía intentar defenderme y cuanto más lo intentaba era peor todavía.

El caso es que uno de mis hijos tenía problemas en el centro. Hace años, desde que entró en él, pedí ayuda al departamento de orientación y a la dirección porque el niño no se estaba sabiendo adaptar, siendo aun muy pequeño. La verdad es que no me hicieron mucho caso.

Al ver que el niño se descontrolaba nada más pasar las puertas del colegio busqué apoyo. La pediatra, la psicóloga y todas las profesionales a las que les consulté tenían la misma opinión: Si las conductas extremas se producían exclusivamente en el colegio, era el colegio el que debía buscar la manera de ayudarlo, pues siendo tan pequeño, es mucho más efectivo un enfoque in situ y nadie desde fuera sabía qué podía llevar al niño a tener esas conductas con sus profesores y, en ocasiones, con sus compañeros.

La dirección del colegio cambió. Un aire fresco de mujeres que daban la sensación de querer (al fin) hacer las cosas bien en ese colegio público que, hasta no hacía mucho, tenía fama de ser un muy buen centro y últimamente perdía prestigio a una velocidad increíble. La sensación de hermetismo se desvanecía con ellas, la comunicación parecía mucho más fluida, parecían dispuestas a colaborar con las familias para el progreso de los niños y niñas. Eso era lo que se percibía a nivel general, pero entonces llegó el momento de empezar a actuar con mi niño. Entraba en primaria y había que ponerse manos a la obra…

Pero entonces, aquel equipo que parecía querer ayudarnos a progresar, que se anunciaba como el gran cambio en cuando a apoyo emocional, en cuanto a diversidad y en comunicación, se cerró en banda en MI CONTRA. Aunque sería más justo con la realidad decir que contra quien luchaban era contra mi hijo. Ese terrible enemigo a combatir, un niño de seis años. Y yo, que siempre me ofrecí a colaborar en lo que ellas quisieran, que acudí a todas partes en busca de ayuda, me vi juzgada como madre, me vi entre la espada y la pared, teniendo que elegir entre la cordialidad y la violencia verbal con la que ellas me trataban.

Entonces empiezo a escuchar cómo, a otras familias con criaturas neurodivergentes, las presionaron llevándolas a unos niveles de estrés incontrolables y, tras perder los nervios, los tachan de maleducados, de exagerados y ya ni siquiera inspección educativa tenía en cuenta sus argumentos porque en una reunión en la que se falta al respeto de forma sutil, uno de los progenitores levantó la voz, desesperado porque no le dejasen hablar. Yo no quiero creerlo, pero…

Llego a mi enésima reunión urgente convocada de un día para otro a horas en las que me es imposible la conciliación pero que transmiten la sensación de emergencia extrema y, tras mencionar en vano varios síntomas que describen de mi hijo que no son ciertos, yo pido disculpas para poder aclarar un punto y esa señora, jefa de estudios de un centro de educación infantil y primaria público me dice (en tono bajo, eso sí) “cállate que estoy hablando yo”. Entonces prosigue mencionando términos técnicos que desconoce, pero suenan muy feos, creyendo que yo, como no tengo formación académica, me voy a asustar y claudicar en todo lo que ellas digan. Pero no saben que el saber, además de no ocupar lugar, no siempre va acompañado de un título y que, pocas cosas hay que una madre no sea capaz de aprender cuando sus cachorros están en una situación complicada. Así que yo, con mi graduado escolar, le di una lección, muy educadamente, sobre pertenencia al grupo, sobre neurotransmisores cerebrales, sobre conductas disruptivas y sobre explosiones emocionales. Entonces, frustradas porque no hubiera alzado la voz o agachado la cabeza, subieron la apuesta y empezaron a exigir directamente que debía hacer más o lo llevarían ellas en persona al servicio de salud sin mí para buscar alguien que encuentre “la chocolatina que haga que el niño se porte bien”. Por si no lo habéis entendido: Medicación.

Salgo de allí hecha una furia y escribo a inspección pues, todas las medidas que me comunican que van a adoptar son contrarias a las que sus superiores a nivel provincial les habían indicado. Pero no obtengo respuesta. Inspección nos abandona y yo, cada mañana, siento que abandono no a su vez a mi hijo en un centro que lo trata con medidas disciplinares medievales que rozan la ilegalidad (al menos inmorales sí que son). Contribuyen desde su posición a la estigmatización de la criatura con sus compañeros, jodiendo su autoestima todavía más, lo aíslan del grupo, aplican medidas exageradas a conductas que tiene cualquier niño de su edad y cuentan de forma exagerada las cosas que hace cuando se desregula.

Entonces llega el momento de tomar una decisión. O busco abogados, denuncio al centro, busco a la prensa y cuento todos los entresijos sucios de los que me voy enterando por el camino que podría hacer que se cerrase el centro, o simplemente… Me voy.

Mi conciencia me pide que elija la primera opción, que luche por mi hijo y por los niños como él que vendrán después. Pero yo no me encuentro bien, estoy vapuleada, triste y con unos niveles de ansiedad que podrían llevarme a la locura en cualquier momento. Descubro que un compañero de mi hijo está exactamente en la misma situación y su madre pide hablar conmigo. Ella, madre soltera, fue sometida durante los meses que llevábamos de curso, a un maltrato terrible. La llamaban tres o cuatro veces a la semana obligándola a llevarse al niño “castigado” para casa (vulnerando su derecho a la conciliación, el derecho del niño a la escolarización y a recibir un trato respetuoso por parte del sistema educativo). Ella lloraba y asumía que todo lo que pasaba era culpa suya.

Cuando charlamos, supimos que nuestras historias en el centro eran similares. Ambos niños tuvieron una profesora (diferente) de infantil maravillosa que intentó ayudarlos a ellos y a nosotras sin éxito, pues las ayudas necesarias no estaban en sus manos.

Cansadas, deslomadas, frustradas y recibiendo ayuda externa para sobrellevar la situación… Decidimos irnos del colegio. En mi caso fue una decisión difícil, ya que tenía otro hijo que sufriría el cambio como algo negativo, pero… No podía seguir dejando su educación en manos de quien ve a los niños con dificultades como enemigos y a las familias como sujetos a los que reducir.

Este año mis hijos están en un cole nuevo. Público, dispuesto a ayudarnos… Tanto, que lo han conseguido. En menos de un mes de cole, la actitud de mi hijo (al ver que lo querían y lo trataban bien) fue cambiando. Todavía necesita un poco de ayuda, pero ha aprendido tanto del respeto que recibe que parece otro, incluso fuera del colegio. Ahora quiere ir a clase, le gusta leer y las matemáticas, quién lo diría el año pasado (cuando lo llenaban de suspensos por comportamiento) y poco a poco, empieza a tener amigos de verdad. Las profesionales del centro lo ayudan a integrarse y él (igual que yo) se siente arropado, al fin.

No me había imaginado cuanto me podría cambiar la vida algo así, pero lo hizo. Él está bien y a mí me ha salvado la vida. Pero es que no os hacéis una idea de cómo cambia una familia cuando llega la paz después de tanta guerra. Mis hijos duermen mejor (incluso la pequeña), mi marido no se angustia cada vez que llega a casa y ve la mirada triste de mi peque, su hermano no se estresa cada vez que se encuentra con su profe en el patio y yo… Yo ahora sé… Pues lo que ya sospechaba, que la culpa no era mía, por más que me quisieran hacer creer que lo era. Y esas dos señoras deberían dedicarse a la botánica, porque las habilidades sociales, la educación y el conocimiento teórico-práctico que deberían tener más que afianzado para ocupar los puestos que ocupan, ni los tienen ni los quieren tener.

Luna Purple.

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