Érase una vez una princesa que vivía en una torre. La princesa estuvo muy enferma de niña y acabó en silla de ruedas. Pero lejos de vivir con pena y dolor, era más feliz que una perdiz. Pues oye, que ella era muy “apañá”, que no necesitaba ayuda para nada y sabía sacarse sola las castañas del fuego. Y cuando llegaba el momento de verse apurada, la princesa le echaba más cara que espalda y no temía pedir ayuda.

Eso sí, que le hiciesen las cosas por ella la ponía de un mal humor… Lástima, no, ¿eh? Lástima ninguna. Porque como viniese alguien a sentir lástima por ella, la princesa acababa dando más miedo que la dragona que custodiaba su torre. Cosa que le pasaba a menudo con los príncipes.

Ella quería un príncipe con el que poder comentar todos los libros que tenía en la biblioteca de la torre. O con el que poder charlar de las últimas tendencias musicales que se escuchaban en los bailes de los palacios de alrededor. También esperaba que el susodicho se prestase a posar para ella y pintar un cuadro tras otro. Pero nada, que no, que siempre venían a rescatarla de su torre y a salvarla de si misma.

Y una mañana, eso fue lo que pasó. Estaba la princesa asomada a la ventana observando a los pájaros cantores y oyó una voz gritando en la base de la torre. El caballero le pedía que lanzase su melena para poder escalar:

  • Vaya hombre, otro con el rollo de la trenza de cabellos de oro… ¡Que yo soy de melena corta, galán! ¡Espera que ahora apaño algo!- dijo ella elegante desde lo alto.

Así que la princesa tuvo que improvisar con un montón de sábanas que encontró en su armario. Las ató una a otra y las lanzó. Minutos más tarde, un fornido guerrero de brillante armadura, de los de darle follisqueo del bueno como si no hubiese mañana, apareció en la estancia.

  • ¡Bella dama, gracias por darme acceso a su humilde morada! Pero, mi señora, en su condición, no deberíais hacer esos esfuerzos… ¡Cuánto lamento las molestias!
  • Pues sí que estamos bien… Mire usted, que igual yo ando malamente de mi condición, pero que usted de la vista anda reguleras… ¿Te has fijado que soy coja, no manca, miarma?

Pero en ese momento, el príncipe ya no la estaba escuchando. Escudriñaba la habitación de arriba abajo, analizando hasta el último detalle.

  • ¡Dios bendito, mi señora! ¡Se me parte el alma al ver que vivís en estas condiciones! ¡Vos necesitáis a alguien que os ayude, que os haga la vida más fácil, que os haga sentir como una princesa más! ¡Me necesitáis y no pienso abandonaros!
  • De momento lo que empiezo a sentir es dolor de cabeza… A ver, rico, ¿de qué me hablas?
  • ¿De qué os hablo? Mirad lo abarrotado que tenéis todo de muebles, vais a tropezar y a caer en cualquier momento…
  • Sí, hombre… Me vas a criticar ahora los muebles, que encima están hechos a medida… Con lo que me costó convencer a aquellos pájaros carpinteros para que me acabasen las estanterías… ¿Pues no querían que les pagase los gusanos por adelantado sin garantizarme la faena? Anda, anda…

El caballero, llevándose las manos a la cabeza, miraba y remiraba la estantería, tirando los libros por el suelo.

  • ¿Pero qué haces, atontao? Mira, ¿eh? Como me jorobes los libros de Safier, con lo que me río con ellos, mis piernas cobran vida y te mando de una patada al suelo… Pero… ¡Que no me los tires! Oye, tú lo de leer, ¿cómo lo llevas?
  • Pues verá, bella princesa, leer, leo mucho, me gusta mucho un tal… Un momento, yo no vengo a leer, ¡vengo a sacarle de esta cárcel infestada de barreras!
  • No si ya decía yo que con este, lo de leer tampoco… – dijo la princesa por lo bajo.

El príncipe sacaba una pega tras otra a la torre. Tan solo prestaba atención a la princesa para quitarle muebles de delante cuando ella se desplazaba. Ella le respondía dándole manotazos para quitarse al muy cansino de encima.

  • Pero a ver… ¿Que no te acabo de decir que no soy manca? ¡Que si me molesta ya me lo quito yo!
  • Pero, hermosa mujer, ¿y si os hacéis daño?

Ella le respondió pisándole un pie.

  • Te has hecho daño, so torpe, ¿qué vas a hacer? Pues hagas lo que hagas, yo hago lo mismo. Vienes aquí con el rollo de que sea tan princesa como las otras y eres incapaz de verme tan capaz como ellas o como tú. Anda, siéntate que te voy a buscar algo para el pie, mameluco…
  • Pero… ¡He venido a ayudarla a vos, no a que vos me ayudéis!
  • ¿Qué pasa? ¿Que, como soy una coja muy coja, no puedo ayudarte yo a ti o qué? Anda, alma de cántaro… Y ahora que estás ahí quietecito, atiende un momento… ¿Te gusta la pintura? ¿Algún artista en particular? ¿Y de música cómo andamos, majo?

El príncipe volvía a ignorarla, mirando y haciendo cálculos mentales sobre cómo sacar a la princesa por la ventana sin hacerle daño. Ella le miró, ya con cierta cara de mala leche.

  • Y ahora… ¿Qué?
  • Pues que a ver cómo os saco por ahí sin dañaros… Porque claro, seguro que la puerta tiene escaleras. Y no he visto vuestro aseo, seguro que ni siquiera os podéis asear en condiciones, y…
  • ¡¡BASTA YA!! Mira, chato, si no vienes a darle una alegría a este cuerpo, Macarena, ya te estás largando por dónde has venido. Que sepas que tengo elevador con sus poleas bien firmes, rampa en la entrada y la dragona de ahí fuera, aparte de estar entrenada para chamuscar a cualquier príncipe soporífero como tú, es mi mascota de asistencia… ¡Que soy independiente y feliz, copón!

El príncipe, atemorizado por la bronca que le estaba echando la princesa, decidió irse a la pata coja y rapidito de allí. Y allí se quedó la princesa, soltera, sin meneo pero muy bien acompañada por si misma.

@mia__sekhmet