Desgraciadamente y aún en pleno 2024 todavía pasan estas cosas entre adultos que superan la treintena, que ya son más que el número de neuronas que deben conservar sus entumecidos cerebros neandertales. De mí misma puedo decir que, aunque no cuento con la mayor autoestima del mundo, con el paso de los años y a razón de 60€ semanales en terapia, he aprendido a no ver el deporte como un castigo, sino como una manera de mantenerme en forma y de envejecer con dignidad.

Voy al gimnasio porque soy una persona muy nerviosa que necesita cansar este cuerpecito si quiero dormir por las noches. Y si de paso consigo verme mejor y sentirme más fuerte, pues oye, eso que me llevo, pero en ningún caso lo hago por un fin meramente estético. Que en mi derecho estaría, oiga, pero no es el caso. 

Sin embargo, todavía queda un segmento social lamentable que considera que si una mujer con curvas va al gimnasio significa que quiere perder unos kilitos (porque obviamente nos sobran y hemos de ser conscientes de que esa concentración de grasa que tenemos en el abdomen es absolutamente asquerosa y ha de ser erradicada como si fuera una cucaracha. Nótese la ironía, mis reinas).

Pues bien, el profesor de las clases de entrenamiento funcional a la que empecé a ir hace cuestión de un año es el típico gymbro de manual. Ese que mide 1,90 metros, brazos enormes pero con unas piernecitas que parece un jilguero. Porque las piernas, como la cara, es bien sabido que no se entrenan por el grupo social conformado por los gymbros. 

Resulta que el chiquillo es incapaz de ver cómo la gente hace los ejercicios sin soltar ningún comentario de estos guarretes. Lo típico del cuñado de bien. Y por si aún os lo estáis preguntando a estas alturas, sí, la criatura es un totum revolutum del cuñadismo español, la verdad. No le falta un perejil.

La cosa es que desde mi primer día allí, en el que casi echo la primera papilla, era especialmente” atento” conmigo. Y cuando digo atento, digo que no paraba de hacerme comentarios claramente intencionados. Un “uy no pongas esas caritas que no es para tanto”, “uy seguro que por las noches no te quejas de que son muy grandes” cuando me quejaba de que una pesa era demasiado grande y otras tantas perlitas del corte.

Con el paso de los meses, los comentarios iban subiendo de nivel, pero siempre conmigo, nunca entendí muy bien por qué. En la mayoría de los casos yo simplemente los ignoraba, demasiado concentrada en no morir haciendo peso muerto. Y digo que en la mayoría de los casos me callaba porque había ocasiones en las que no podía más y le contestaba, como aquella vez en la que fui directamente desde el trabajo con unos rabillos que ni Amy Winehouse y me dijo algo así como:

“¿Pero dónde vas hoy con los rabillos? Ya sabes que luego se te corren.”

Y claro, ante semejante comentario, una que es prudente pero no gilipollas, me salió del alma decirle:

“No te preocupes, que son resistentes al sudor, que ya los he probado antes de venir”, a lo cual le añadí la más perversa de mis sonrisas. Y no porque tuviera yo interés ninguno en un tío así, sino porque estaba hasta el papo de un comentario diario del chaval.

Aún con todo, por lo que sea, no terminó de ver el muchacho que el interés no era recíproco y no se le ocurrió otra cosa que decirme, mientras hacía unos abdominales con la kettlebell:

“Vaya si te estás poniendo fuerte, ya solo te falta poner de tu parte, cerrar el piquito y a ver si perdemos ese flotador que tienes en la barriga, que ya está aquí el verano”.

Os juro que en ese momento mi cabeza se puso roja de la ira y tuve que soltar la pesa, a riesgo de aplastarme el tórax y partirme una costilla por escuchar semejante barbaridad de un ser infecto como aquel. Me levanté con toda la dignidad que me cabía en el cuerpo y desde mi metro sesenta y siete me aupé, poniéndome de puntillas y le dije, con toda la cara de asesina en serie a punto de disparar:

-¿Me estás llamando gorda por casualidad?

Acostumbrado a ir soltando comentarios lascivos cada día sin que yo echase mucha cuenta y otros tantos gordófobos a los varones que pululaban por allí sin que nadie le dijese nada, se quedó absolutamente desconcertado, lo que me empoderó aún más, si eso era posible.

-No, no, yo solo quería animarte para que sacaras tu mejor versión y te puedas ir viendo mejor a ti misma y llegar al verano estupendamente.

-Perdóname, José Manuel, pero quién eres tú para decirme que esta que está aquí sudando como un pollo y levantando 20 kilos en abdominales no es mi mejor versión. Y si a ti te parece que mi cuerpo es defectuoso o que puedo “verme mejor” el problema lo tienes tú, pero en la cabeza, yo ya soy un 10 y para llegar al verano solo necesito seguir viva. Y a ver si en vez de tanta pesa te da un día por entrenar cerebro y practicas la empatía una mijita.

Os prometo que esa que habló en ese momento no lo hizo solo por mí, lo hizo por la mini yo adolescente que tantas barbaridades tuvo que escuchar y que creció acomplejada por su cuerpo, que era perfecto, pero me hicieron creer lo contrario; por todas mis amigas que alguna vez han tenido que aguantar comentarios así, y por todas las mujeres que somos, cada día, objeto de comentarios opinando sobre nuestros cuerpos.

Así que queridas, sé que no siempre somos capaces de responder, la mayoría de las veces yo misma me he quedado en silencio pensando que me merecía esos comentarios, pero un día, de repente, estás tan hasta el c*ñ*, que no te aguantas. Así que levantad las voces y mandad a todos a la mierd*.

Y a los señoros del mundo os diré algo también: las piernas también se entrenan, de nada.