Fue una pesadilla. Soy periodista. Trabajo en un medio de comunicación nacional, mediático, con un número significativo de espectadores. Normalmente intervengo en tertulias, por lo que acostumbro a que mi opinión se debata en redes sociales. No soy ajena a la crítica, pero hasta hace un par de semanas sí que lo era al odio. 

Una equivocación que me costó la salud 

Cometí un error. Para mis compañeros de profesión, una tontería; pero para la audiencia, fue un fallo imperdonable. Sé que no hay excusas para justificar mi metedura de pata, aunque confieso que llevaba mil horas en redacción. Mi cerebro no carburaba con agilidad ni claridad y confundí a dos líderes políticos. A los minutos, insultos y amenazas invadieron mi cuenta de Twitter hasta volverme Trending Topic. Cada mensaje aumentaba un poco más mi ritmo cardíaco. 

De “zorra ignorante” a “identifiqué dónde vives por tus fotos”

No solo me etiquetaban a mí, también a mi medio de comunicación, a mi sección, incluso a mi director. Con problemas que evidenciaban mi confusión, no solo se burlaban y ponían en duda mis estudios académicos y mi experiencia profesional, sino que me ofendían. Algunos usuarios, rescataron artículos de mi etapa de becaria, con más o menos calidad, con la única intención de ridiculizarme. Cogieron fotos de mi perfil público y las viralizaron para que sus seguidores “se quedaran con mi cara”. 

Fue cuando llegaron los mensajes directos. MD por Instagram y privados por Twitter. Continuaron con los improperios, pero también con las amenazas. Algunos aseguraban que habían identificado mi entorno personal a través de mis fotografías públicas y advertían de un posible encuentro con un espeluznante final para mí. También buscaron los perfiles relacionados conmigo: mis hermanos, mis padres… Y comenzó la persecución a mi familia. Por un error. Sin maldad, puramente humano. 

El transcurso del miedo 

Al principio temí por mi trabajo, por la repercusión. No solo es que me guste mi trabajo, es que tengo que pagar un alquiler, facturas, la letra del coche. Me vi en la puta calle. Nuestros espectadores estaban etiquetando a toda la directiva de mi medio en cada post que publicaban. Entonces fue cuando sufrí por ellos, por la propia reputación de “mi casa”. No quería que una equivocación mía los fuese a condenar. 

Más adelante, temí por mi vida. Al comenzar las amenazas, al ver mi foto rular por Twitter, al ser consciente de que cuatro psicópatas habían identificado dónde vivía…, sí, temí por mi vida; pero peor fue cuando localizaron a mi familia y sentí miedo por ellos. El peor de los miedos. 

Llegó la ansiedad y el ingreso

Las notificaciones no paraban de llegar. Otras personas, ajenas a la polémica y la crítica, amistades…, les llegó la noticia y se preocuparon por mí; pero el hecho de que el “tufo” de mi desliz les haya alcanzado, aumentó mi ansiedad. 

No podía parar de llorar. Comenzó a faltarme el aire, a dolerme el pecho. Intenté hablar con una amiga, que me soltó: “Tía, a mí me pasa eso y me querría morir”. Y me quise morir. Pensé que no sería capaz de seguir leyendo, escuchando tanta mierda. Me encontré tan mal que empecé con una pastilla para los nervios, luego otra y más tarde otra. Poco más recuerdo. Un pariente me encontró sumergida en un sueño profundo en el sofá de mi casa, aunque yo no recordaba haberme acostado a dormir; sí que me acuerdo de despertarme en el hospital. 

Lo que aprendí de todo esto 

Hay que pensar en las consecuencias de opinar según qué cosas en la Red porque nuestra libertad termina donde empieza la del otro. Cualquiera puede equivocarse y lapidar a una persona por ello puede condenarla en muchos sentidos: desde echarme del trabajo hasta meterme una paliza. Y todo por un error. Sin maldad, puramente humano. 

Dejemos de hatear. Más amor. 

Anónimo

 

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