La primera vez que escuché hablar de masaje perineal fue en las clases de preparación al parto. La primera definición no me sonó tan mal. Luego llegó la explicación de la matrona y su aclaración de que no era agradable y que, incluso, podía ser doloroso. Pero, aun así, pensé que doler doler, no podía doler. Seguro que no estaba tan mal…

Las que no hayáis tenido hijos pensaréis que cómo coño (sí, coño) se hace eso. Es simple, siempre y cuando no tengas una barriga de ocho meses. Hay que dar de sí las paredes de toda la zona para poder parir a un cabezón sin rajarte de arriba abajo.

Claro, el problema viene con la ya mencionada panza que no te deja ni atarte los cordones. Ahí es donde entra en juego el acompañante que, dedicada y laboriosamente, te tiene que hacer el masaje durante unos días a la semana a partir de la semana 34. En fin, que cada uno dice una cosa, pero a mí me pusieron esa fecha y los dos, con una risa que no veas, dijimos que íbamos a ello.

Nuestro primer hijo venía en camino y estaba profesionalizando mi labor de parir. No valían ni un vídeo de Youtube, ni los apuntes de la matrona (sí, lo confieso, tomé apuntes de todo). Así que busqué un centro especializado en masaje perineal, llamé y concerté una cita. 

A ver, servidora va a estas citas depilada porque aquí, sí o sí, te ven todo (y a mí no me gustan los pelos, ni por patriarcado ni leches, no me gustan de nunca por mí). Me depilé como pude (embarazada tiraba de crema depilatoria para quitar los cuatro pelos que me quedan de la láser), me duché y nos dispusimos a coger el coche.

Antes de nada, tengo que dejaros claro que mi marido no es que sea vergonzoso para asuntos de este tipo, es que es lo siguiente. El hecho de llegar a una sala y que una desconocida le enseña a masajearme le daba bastante palo. Pero, como los dos hemos sido dos empollones toda la vida, se lo tomó como una clase práctica y necesaria para que yo no acabara abierta en canal.

Llegamos al centro de fisioterapia y allí estaba María. Un sol. Nos metió en una sala, nos sentó y empezaron los preliminares: un cuestionario en el que me preguntaba que si me costaba hacer caca, que si me dolían las relaciones, que si apretaba al ir al baño (y esto lo tuve que pensar, la verdad, nunca me lo había planteado). Fue todo un poco violento, pero yo en el fondo me estaba partiendo de la risa.

Ya estábamos en caliente y llegó el momento de subirme a la camilla, desbragarme, abrirme de piernas y tener a María y a mi marido mirando allí. Yo solo pensaba en no tirarme un pedo, porque el embarazo da unos gases de morir. Entonces María le dijo que el lubricante que había que usar era uno al agua. Y ahí empezó todo…

El primer paso era estirar las paredes laterales. Uno estira, la otra estira y yo concentrándome a ver qué me pasaba ahí. De momento, ni dolía ni me gustaba. Sin más.

Luego medias lunas arriba y abajo. La una, el otro y yo pensando que ya debía tener eso de 8 centímetros. Nada. ¿No te duele? Nada ¿Te molesta? Nada. Siempre he pensado que soy bastante insensible y la fisio lo estaba comprobando.

Cuando acabamos la clase práctica, María se despidió de nosotros y volvimos a casa como si nada. No había sido para tanto, la verdad.

Eso sí, la primera vez que lo hicimos en casa vimos que era más divertido. Lo primero fue ir en busca del lubricante específico que nos había mandado. Cuando ya lo teníamos, después de la ducha, nos pusimos a ello.

Para no ir tan al grano, disimulé y me puse el pijama. Luego sin la parte de abajo, mi marido empezó con su cara de técnico más exhaustivo el masaje. Todo muy “a lo María”: ¿Te duele? Ahora ascendente… Ahora, media luna… Y claro, en nuestro caso, como no me dolía nada, como todo buen masaje, necesitábamos un final feliz.

Esbrújula