Recuerdo el día que conocí a Robert como si fuera ayer. Yo estaba en el médico. Mis mellis tenían solo 8 semanas, y teníamos cita para sus primeras vacunas. Yo estaba completamente acojonada por ellas. El señor que estaba sentado a mi lado me empezó a dar conversación. Sobre todo, preguntaba cosas de los pequeños. Cosa que me venía bien porque así yo no me comía hasta las uñas de los pies. Y, sin venir a cuento, dejó dos billetes de 10 libras encima del capazo. Uno encima de cada uno. Sin decir más, y antes de que pudiera reaccionar me llamaron para consulta. Al salir ya no estaba.
Confundida, lo comenté con mi suegra al llegar a casa y me dijo que no tenía importancia, que era algo de personas mayores. Dejar un billete en el capazo de un recién nacido para “bendecirlos”, o “darles buena suerte”. Me olvidé del tema.
Pero varios días después, me lo encontré en el parque. Sentado en un banco. Me saludó y estuvimos hablando un rato. Esto se repitió varias veces durante las siguientes semanas. Es un barrio pequeño, por lo que mas o menos siempre ves las mismas caras.
Unas seis semanas después, muy educadamente me pidió si podía mirar a mis hijos. Me sorprendió mucho, pero agradecí el gesto. Normalmente la gente asoma la cabeza por el capazo te guste o no. Robert me preguntó primero. Estuvo mirándolos un rato y se puso a llorar. Me dijo que mi hijo le recordaba mucho al suyo. Que por desgracia ahora vivía lejos y no podían verse a menudo. Hablamos un rato más, y le prometí volver a verle para que pudiera ver a los peques si es lo que quería. No se por qué, pero me inspiraba mucha ternura ese hombre. Y daba la impresión de encontrarse muy solo.
Empezamos a vernos cada dos o tres días en el parque de al lado de casa. Paseábamos a los peques, me contaba cosas de su hijo, y hablábamos de todo en general.
Cuando empezó el otoño/invierno, y los días ya no eran tan buenos como para ir al parque, se atrevió a invitarme a tomar un café a su casa. Me ofreció ir en las horas en las que estaba la chica que se encargaba de cuidarle/hacerle la casa por si no me atrevía a ir sola. También me ofreció venir a mi casa en cuenta, o ir en los días que mi marido estuviera libre si me sentía más segura. Me atreví a decirle que sí, y nuestras citas en el banco del parque empezaron a ser en su casa. Era un encanto de hombre. Ya jubilado, tenía 89 años en ese momento. Su hijo vivía lejos, hacía casi 20 años que no le veía, y no tenía más familia aquí. Me contaba sobre su vida, su difunta mujer, y sobre todo me preguntaba por mis pequeños.
Mis peques crecieron, y adoptaron a Robert como un tercer abuelo. Sobre todo, mi hijo, quien pareció crear un vínculo especial con él. En cuanto torcíamos la esquina de su calle, empezaba a aplaudir. Y, aunque no habla mucho, siempre intenta comunicarse con él y enseñarle sus mejores juguetes. Por su lado, Robert siempre tiene preparados en casa cosas que le gustan a los niños. Les ha comprado juguetes y cosas para comer, y se encarga de que siempre haya coca cola en la nevera, pues sabe que yo no bebo café. Me apasiona ver qué energía le pone a la vida con sus años. Si tiene que tirarse al suelo para jugar con los peques lo hace sin problema. Les lee cuentos, les ayuda a construir un tren, y siempre está pendiente de preguntarme por los médicos que hemos tenido.
Sin embargo, todo cambió hace un par de meses.
Fuimos un día a visitarle, como de costumbre, pero nadie abrió la puerta. Al día siguiente, nada. Al siguiente, tampoco.
A la semana, ya preocupada, llamé a la puerta de la casa de la vecina.
Lamentablemente, Robert había fallecido hacía tres días. La chica que le cuida lo encontró muerto en su cama. La vecina quiso avisarme, pero no sabía donde vivía.
Pero lo peor fue lo que siguió. Su hijo no vivía lejos. Su hijo había fallecido con tan solo unas semanas de vida hace muchos años. Y él nunca se repuso del todo. Mientras vivía su mujer mas o menos lo llevaba bien. Pero desde que falleció hacía unos años, él había ido en picado cayendo en su mundo de fantasía. Y vio en mi hijo un sustituto de aquel que había perdido hacia tantos años.
Mis hijos, especialmente el chico, siguen preguntándome mucho por él, que cuando vamos a ver a Robert, que si puede llevarle su nuevo dinosaurio a Robert para que lo vea. Yo he intentado explicarles que no va a ser posible, pero no sé como hacerlo. Tan solo tienen tres años y medio. No tengo muy claro que entiendan lo que está pasando.
Al menos, me queda el consuelo de haber hecho los últimos años de este hombre más llevaderos. De haberle dado un poco de alegría a su sombría vida.
Con mis peques, aun hablamos mucho de él, y me gustaría que le recordaran. Por mi parte, yo nunca le olvidaré.
Andrea