Esta historia SURREALISTA comenzó cuando decidí terminar con mi ex marido.  Hacía mucho que para mí nuestra relación estaba vacía: no me sentía querida, nuestras discusiones eran constantes y además no llevaban a ninguna parte.  Había llegado a un punto en que ya no tenía esperanzas de que la situación tuviera arreglo aunque él parecía estar cómodo y no querer salir de ese bucle y ni se planteaba la separación.

Llevábamos muchos años conviviendo bajo el mismo techo y con hijas de por medio, y después de rumiarlo a solas durante bastante tiempo y no ver ninguna salida, al final me armé de valor y tomé la decisión.

Cuando me atreví a poner las cartas sobre la mesa, él se quedó en shock y apenas reaccionó.  Y como la casa en la que vivíamos era de su propiedad, le comuniqué que iba a buscar otro sitio para mí y para las niñas, aunque no me opondría a una custodia compartida si era eso lo que él deseaba.

Le propuse también intentar que a partir de entonces el tiempo de convivencia fuese lo mejor y más sano posible por el bien de todos, y que así la transición a nuestras nuevas vidas no fuera tan abrupta, especialmente para nuestras hijas.

 

Me voy… Qué lástima pero «adiós».

 

He de reconocer que, aunque en momentos puntuales se venía abajo y me pedía que reconsiderase mis planes, se comportó tal y como le había pedido.  Y pasamos aún unos días bajo el mismo techo, informamos a nuestras hijas del gran cambio que se nos avecinaba y ellas, aún pequeñas y sin ser del todo conscientes, parecieron aceptarlo bastante bien.

Hasta que llegó el día en que las niñas y yo salimos de esa casa que hasta ahora había sido nuestro hogar para emprender una vida nueva en un pequeño pisito en el otro extremo de la ciudad.

Aunque era una decisión meditada y definitiva, esa primera noche fue dura. Fingir ante mis hijas exagerando las bondades de su nuevo hogar, las ventajas de su nueva vida y tratar de actuar con una alegría forzada para intentar que ellas lo viviesen como algo divertido desde la ingenuidad que les daban sus tempranas infancias.

Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando desperté, la tristeza inicial se transformó rápidamente en estupefacción e incredulidad.  Al coger mi móvil para apagar la alarma, me encontré con un mensaje de WhatsApp de un amigo de mi ex al que yo también conocía bastante pues solíamos quedar y salir de vez en cuando con él y con su pareja:

“Por si aún no te has enterado, mi mujer y tu marido llevan casi dos años juntos y, desde anoche, ella está viviendo en tu casa”.

 

Pero ¿qué clase de broma absurda es esta?

 

Me quedé unos minutos con el teléfono en la mano, sin hacer absolutamente nada más que leer y releer esa frase.  El chico estaba en línea todo el tiempo pero yo era incapaz siquiera de teclear y responderle.

En el fondo quería pensar que se había equivocado de persona, o que todo era una extraña broma perversa.  Entré en negación, vamos.  NO PODÍA SER.

Me levanté, me duché, me tomé un café, desperté a las niñas y, cuando las dejé en el cole, llamé a mi empresa para avisar de que llegaría un poco más tarde a mi puesto de trabajo.

Y me dirigí a la que había sido mi casa.

Sabía perfectamente que a esa hora mi marido estaría trabajando, pero aún tenía las llaves y cosas y cajas por recoger.

Aún habiendo sido avisada por su amigo, sentí que mi corazón se paraba y que me costaba respirar cuando entré y lo comprobé con mis propios ojos: no había nadie en casa, pero esta estaba llena de objetos y utensilios de mujer:

En el cuarto de baño, un neceser abierto, cremas, champús, gel, albornoz, zapatillas y un nuevo cepillo de dientes eléctrico.  Ropa femenina en el cesto de la ropa sucia.

Sobre la cama de matrimonio, un sugerente salto de cama. A sus pies, unos tacones de aguja (que en seguida reconocí, pues los había visto otras veces puestos en nuestras cenas «de parejitas»).

 

 

Y… lo peor, lo que confirmaba el mensaje recibido unas horas atrás: una gran maleta semiabierta en mitad del dormitorio.

Pero eso no era todo: abrí el armario y ahí mismo, en el gran hueco que yo había dejado, ya había varias cajas de zapatos y ropa colgada de las perchas y doblada en los cajones.

No me lo podía creer.  Recogí algunas cosas que tenía pendientes y, llena de rabia, también muchas de las “comunes” que en principio no me había planteado llevarme: el Roomba, un calefactor, la cafetera.

No había ido con esa intención, pero al final tuve que hacer varios viajes al coche hasta que estuvo lleno no solo el maletero, sino el asiento del copiloto y parte de los de atrás.

Supongo que ella aún estará buscando el Satisfyer que encontré en el cajón de mi (ahora su) mesita de noche y que acabó en el contenedor más cercano.

Y no seguí cargando porque necesitaba espacio en el coche para llevar a mis hijas a casa cuando las recogiera del cole.

 

Tardé todavía unos días en asimilar todo lo vivido, incluso después de hablar largo y tendido con el ex amigo de mi, ya también ex marido.

A este nunca llegué a decirle nada al respecto: me sentía engañada, traicionada y, para colmo, burlada pero mi orgullo y saber estar me lo impedían, a pesar de que ellos hubiesen actuado sin ningún tipo de disimulo ni escrúpulos… y siguieran haciéndolo: el siguiente fin de semana, cuando por primera vez volvieron para allá las niñas, ya se encontraron a ella viviendo en su casa, sin explicaciones previas ni un aviso por parte del padre.

Por supuesto, nunca hubo ninguna petición de custodia compartida y todavía tengo que dar las gracias de que se las llevase cada vez que le correspondía, porque el interés que mostró después de ese suceso, no solo en mí sino en ellas, fue cero patatero.

Yo continué mi vida con la máxima indiferencia hacia ellos, haciendo como que aquello no me había importado un mojón igual que él no se había preocupado por mis sentimientos ni los de nuestras hijas ni en dar la más mínima explicación al respecto.

En el fondo, lo agradezco porque esa actitud por su parte me ayudó a pasar página más rápido al descubrir al ser tan despreciable con el que había compartido mi vida durante tantos años.

Y, para ser sincera, me quedé con las ganas de haber causado algún destrozo en esa última entrada a casa, de haberles dejado alguna pintada en ella o montado un numerito.

Pero no, amigas: ni siquiera eso se merecían.

 

Anónimo