El morbo de montárselo en el ascensor

La adolescencia es esa etapa de tu vida que se caracteriza por estar más caliente que la moto de un hippie y no tener un nidito de amor donde desfogarte a gusto. Fue justo en aquella época en la que desarrollé una irrefrenable atracción por los ascensores y la oportunidad que estos brindan para meterse mano.

Digamos que lo de los ascensores me vino muy de repente, fue como desbloquear una nueva fase de un videojuego, porque de pequeña me había quedado encerrada un par de veces y me montaba lo imprescindible, además, no los consideraba un espacio recreativo. Pero en aquel momento no necesitaba intimidad para jugar con la Barbie; con el noviete de turno eran… otros juegos.

Mi primer novio me acompañaba siempre al portal, escenario indispensable de morreos y agarramientos de culo y de más cosas. El problema es que vivía en un edificio de muchas plantas, con muchas viviendas y arriesgarte a hacer algo un poco atrevido por allí (incluso a deshoras) implicaba que se te apareciera alguna señora de la nada, como las de Aquí no hay quien viva, para llamarte la atención o, simplemente, poner cara de desaprobación mientras murmuraba algo inteligible.

Así fue como nos empezamos a refugiar en el ascensor, especialmente a esas horas en las que apenas había trasiego, para poder magrearnos de lo lindo sin sentirnos observados. Con el tiempo las fantasías se fueron cocinando a fuego lento, hasta el punto de que mi momento favorito de las citas era meternos en el ascensor. Ojo, que había momentos en los que disponíamos de alguna casa para montárnoslo con más o menos tranquilidad, pero el morbo de estar en un lugar público superaba con creces a la excitación que pudiera darme un dormitorio. 

El morbo de montárselo en el ascensor

Ambos escenarios no distaban tanto el uno del otro en realidad. En los dos nos podían pillar, y tal y como nos lo montábamos, era menos probable que nos pillasen en el ascensor a que lo hicieran nuestros padres. De hecho, esa idea me aterraba, porque te pillaban personas importantes para ti o a las que debías dar una buena imagen, mientras que no compartía ese sentimiento con los vecinos. Me daba morbo que me pudieran pillar.

Como si se tratara de una extraña secuela, esa fascinación por los ascensores se me quedó para los restos, de modo que, siempre que la ocasión lo propicia, me gusta aprovechar los trayectos para manosearme o incluso llegar a más con mis parejas, apurando hasta el segundo antes de que se abran las puertas. En ese instante el corazón me va a mil por hora, es un chute de adrenalina indescriptible. 

No solo me gusta el momento en sí, sino que disfruto del teatro que hacemos justo después, cuando tras las puertas hay gente esperando y fingimos que nuestra respiración no está agitada, que nuestra ropa no está descolocada; que nos retocamos el pelo con disimulo cuando toca y escondemos un botón desabrochado, una bragueta ligeramente bajada, disimulamos erecciones o pezones marcados.

Quizá precisamente porque nunca he pasado de ahí me resulta tan morboso. Quizá si tuviera ocasión de llegar a mayores no me parecería para tanto o lo vería indecoroso o irresponsable o también puede que fuera la leche y estoy aquí montándome películas. Pero creo con toda sinceridad que son esas películas el aliciente que desata el morbo y eso sí que no quiero que cambie. 

Larga vida a los ascensores. 

 

Ele Mandarina