Estoy gorda, bueno, soy gorda. Soy gorda desde que tengo uso de razón y desde entonces estoy batallando con mi madre por eso mismo. He leído tantas veces en esta página historias parecidas a la mía que me he lanzado a escribiros para contaros cómo la he vivido yo. En primer lugar quiero dejar claro que aquí cada una tiene su viaje, su historia y su madre, que yo haya vivido esto no quiere decir que lo tuyo vaya a ser mejor, peor o igual. Todas somos diferentes así que a la fuerza cada historia y cada viaje personal lo será.

La relación con mi madre siempre ha sido complicada, nos queremos muchísimo, pero también nos hemos hecho mucho daño. Ella hace las cosas ‘por mi bien’ y con ese lema lleva treinta años tratándome fatal sin ser ella consciente de ello. No es que me haya hecho daño porque sí, me lo ha hecho ‘por mi bien’ y lo peor de todo es que ella lo creía de verdad.

No quiero indagar demasiado en ese parte de la historia porque ya la conocéis de sobra. O la habéis vivido en vuestras carnes o las habéis leído infinidad de veces. Así que a modo resumen diré que mi madre me ha obligado a pesarme cuando yo no quería, me ha obligado a comer cosas que no quería, me ha prohibido comer otras que sí quería, ha hecho comentarios despectivos e hirientes sobre mi físico delante de terceras personas y cuando solo estábamos las dos, aún no he decidido cuáles dolían más.

Llevaba treinta años sin saber cómo gestionar la relación con mi madre, me hacía daño, me dolía, pero yo siempre volvía pidiéndole perdón, dándole explicaciones, suplicándole cariño. Eso terminó. Terminó porque yo llevo un año en terapia y me ha cambiado la vida. 

Yo en terapia quería arreglar muchas cosas: la relación conmigo misma, la relación con la comida, la relación con lo señores, la relación con mi profesión y la relación con mi madre. Después de tres sesiones hablando de todo mi psicóloga me dijo que nos íbamos a centrar solamente en una cosa: mi madre. 

Había días que yo llegaba contándole cualquier movida que me se me había hecho cuesta arriba esa semana y no sé cómo le daba la vuelta a todo que acabábamos hablando de mi madre. Todo empezaba y terminaba con mi madre. Todos mis problemas sociales, alimenticios, con mi cuerpo, con mi trabajo y con absolutamente todo tenían un mismo origen: la relación con mi madre.

Ha sido un año muy jodido, el más jodido de mi vida diría yo. Empecé a entender la relación de dependencia que teníamos, empecé a poner límites, a poner puntos sobre las íes, a enfrentarme cuando siempre evitaba el enfrentamiento, empecé a hablar. A hablar de verdad, a expresarme, sin tapujos, sin miedos, sin rencor. Le empecé a comunicar cómo me hacía sentir, pero no desde los gritos o el debate, desde la verdad, desde mi verdad.

Y esto siempre lo hacía en una situación adecuada, con tiempo de calidad. No mientras mi hermano pasaba por ahí o justo después de un drama. Lo hacía cuando nos íbamos a caminar al campo las dos solas, hemos cogido esa costumbre, nos vamos las dos una hora a caminar y después de 20 minutos hablando de cualquier chorrada empezamos a divagar, a abrirnos, a expresarnos y joder, ha funcionado. Ha funcionado de verdad.

Mi madre me ha explicado su perspectiva, me ha contado cómo se siente, cuál es su miedo, qué es lo que teme, qué le asusta. Y ¡sorpresa! Aunque vaya de mujer de hierro, aunque sea férrea también es humana. Es una humana que tuvo que crecer demasiado pronto, que ha madurado en una familia con sus particularidades, que ha cogido un rol del que no sabe desprenderse. Que tiene sus razones a fin de cuentas, ¿eso la justifica? No. Pero sí hace que encajen muchas piezas y que yo entienda qué narices pasaba por su cabeza cada vez que me hería.

Se lo decía a mi psicóloga ‘ha cambiado, está cambiando y tengo miedo de que sea una espejismo’. Después de varios meses con el hacha enterrada me atrevo a confirmar que creo que ya no habrá marcha atrás, creo que los tiempos oscuros se fueron para bien, creo que ahora tengo la oportunidad de ser yo misma sin lastres.

Ayer lloré, ayer lloré muchísimo. Muchas creeréis que estoy cucú de la cabeza porque a ojos de cualquiera fue una tontería, pero para mi fue tan importante… Mi madre me puso un plato de macarrones como a todo el mundo. No un plato pequeño, no menos que a nadie, no una ensalada. Un plato de macarrones como el de mi hermano, como el de mi padre, como el de mi cuñada. Un plato de verdad. Cuando me lo dio y lo vi me quedé mirándola y le pregunté ‘¿esto es para mí?’ y me contestó ‘¿para quién va a ser?’.

Y lloré. Lloré en silencio. Lloré hasta que ella se puso a llorar y lloramos las dos juntas delante de un plato de macarrones con tomate y una familia que no entendía nada.

Estoy gorda, bueno, soy gorda y creo que por fin mi madre lo ha entendido.