Por más años que hayan pasado (y creedme, han sido unos cuantos), nunca podré olvidar al señor que conducía un taxi que cogí con nocturnidad y alevosía recién cumplidos mis 18 añitos.

Es más, en ese momento no le di importancia a ese encuentro, pero lo cierto es que se me quedó grabado y lo he rememorado muchas veces con una sensación muy grande de ternura.

Hasta esa época, cuando salía de noche con mis amigas, solíamos regresar todas juntas a casa siendo recogidas por uno de nuestros padres que se turnaban para hacer ruta por todas las casas.  Pero ya habíamos cruzado la mayoría de edad y ahora pedíamos independencia también en nuestros regresos.

Esa independencia no era tal porque se basaba en el dinero de nuestros padres con el que cogíamos los taxis compartidos de vuelta a casa, pero nosotras nos sentíamos más guays así.

 

chicas de fiesta

 

La noche de los hechos era fría, en pleno invierno, y oscura, llena de nubarrones que no permitían ver ni estrellas ni luna. Además, un viento congelado cortaba la cara. Mis tres amigas y yo subimos casi volando al taxi al que habíamos llamado poco antes desde la puerta de la discoteca y le indicamos la ruta a seguir,

Yo era la última en llegar puesto que mi casa era la que más lejos se encontraba, así que me senté en el asiento de copiloto. Eran las 3 y media de la mañana y regresábamos un poco pedetes, de tal manera que íbamos hablando de las anécdotas de aquella noche como si el señor conductor no estuviera delante, como si fuera parte del vehículo que nos iba a transportar a nuestras casas y no una persona más con orejas, pensamientos propios y esas cosas.

Nos reíamos cual adolescentes borrachuzas. Llevábamos tontá y tajada casi a partes iguales. Comentábamos, OBVIAMENTE, los sucesos con los chicos que nos gustaban o nuestros crushes de discoteca de aquella noche.

 

Chicas riéndose sentadas tomando una cerveza

 

Uno de ellos era el mío, claro. Un chaval guapísimo con el que había hablado durante un ratillo y que me había invitado a consumir una raya al baño, a lo que yo me había negado porque no tomaba drogas ni me interesaba empezar a hacerlo esa noche. Pero cuya sonrisa y carisma me habían camelado de tal forma que le había acabado dando mi número de teléfono.

El taxista, hombre de mediana edad, conducía en silencio coscándose de todo, puesto que hablábamos entre nosotras sin ningún cuidado ni tapujo.

Acabamos dejando a mis amigas en sus casas y entonces se hizo el completo silencio. Por primera vez fui consciente de que a mi lado había una persona que vete a saber qué demonios estaba pensando de mí y de mis amigas. Pero total, me daba igual. No lo conocía de nada y seguramente nunca volvería a verlo.

 

                                             Ni falta que me importa…

 

El silencio se rompió a cinco minutos de llegar a mi casa cuando empezó a sonarme el móvil sin parar. Yo, asustada, lo saqué del bolso pensando que a esas horas solo podía ser alguna de las amigas que acabábamos de dejar o mis propios padres porque hubiera pasado algo.

Pero no. Era Él. Mi crush de discoteca me estaba llamando, menos de una hora después de darle mi número de teléfono.

Emocionada, cogí la llamada poniendo mi voz mas seductora. La conversación fue muy breve, sobre todo porque la intención era que no hubieran palabras precisamente entre nosotros.

El chaval me preguntó dónde me encontraba, y al contestarle me proponía que el taxi cambiara su ruta para dejarme en el otro extremo de la ciudad para tomarnos la última en su casa, a la cual se estaba dirigiendo en ese momento.

Él luego se ocuparía de pagarme de nuevo el taxi de vuelta. Y no debía preocuparme por la hora de llegada a casa, no me entretendría demasiado, una horita en todo caso…

 

chica sorprendida al ver el móvil
      Aquí hay tema, pero vamos…

 

Cuando colgué el teléfono le di la dirección al señor taxista indicándole que cambiase el destino del viaje. Entonces, por primera vez, el hombre movió un músculo de su cara. Juro que esta se retorció de cómo frunció el ceño mientras miraba la carretera. Por primera vez, también, escuché su voz:

– Te voy a llevar a tu casa tal y como estaba haciendo. Primero, hace mal tiempo y al final te vas a resfriar si sigues por ahí. Segundo, no vas en condiciones de estar en ningún sitio. Tercero, no te voy a llevar con un maromo farlopero que a saber qué intenciones tiene.

 

 

Su voz era grave y rotunda. Me impuso bastante. Aun así, titubeé:

– Perdone, pero soy mayor de edad y puedo tomar mis propias decisiones y cuidarme solita.

El taxista no se inmutó:

– Cuando lleguemos a tu puerta, no me voy a mover hasta verte entrar al portal. Entonces me iré y tú puedes llamar a otro taxi que te lleve donde quieras. Pero no seré yo el que te meta en la boca del lobo, hija.

Seguro que estaba tontita por culpa del alcohol en mi cuerpo, pero me descompuse y conmoví cuando escuché la palabra “hija” de su boca y la ternura con la que la pronunció.  Pensé en mi propio padre, en su protección y sus cuidados, y de pronto, eché de menos llegar a mi casa y cobijarme del frío con las mantas de mi propia cama, en el cuarto de al lado de mi propio padre.

Habló y actuó tal y como lo hubiera hecho él mismo, y por un momento sentí oleadas de amor hacia ese desconocido poseído por no sé qué espíritu paternal.

 

 

Así que agaché la cabeza, le dije “vale, mejor siga para mi casa”. Él, aún sin mirarme, afirmó con la cabeza como si nunca hubiera dudado sobre esa posibilidad.

Llegamos, me cobró y, tal y como me había dicho, no movió el coche de la acera hasta verme desaparecer de su vista dentro del edificio.

Yo escribí al chico y le dije que finalmente no iba a acudir a la improvisada cita. No perdí demasiado ya que nunca más me respondió. Esa noche dormí plácidamente y a la mañana siguiente abracé a mi padre como hacía mucho tiempo que no lo hacía.