Yo siempre me he apuntado y desapuntado del gimnasio numerosas veces. He probado desde los pequeñitos de barrio hasta los grandes tuneados con las mejores instalaciones, de esos que tienen spa, y varias piscinas. Pero nada, no había manera. 

En verano del 2019 me volví a apuntar al gimnasio que me pillaba más cerca de casa. Todo se volvía a repetir. Me ponía los pantalones negros de chándal de algodón, de esos con puño en los tobillos como los que llevaba en el colegio, y me echaba encima una de las viejas camisetas de propaganda de mi novio, bien holgada para que no marcara nada.  

Como siempre comenzaba con la rutina de los nuevos, un paseíto andando de 20 minutos en la cinta y dos vueltas por el circuito de máquinas  indicadas con poco peso. Las máquinas siempre me daban vergüenza, me sentía torpe y me perdía en comparaciones. Veía a las chicas con los leggins, los tops y unas camisetas deportivas súper bonitas. Y yo siempre me decía lo mismo, cuando adelgace me pondré esa ropa para ir al gym, cuando adelgace no me dará vergüenza la zona de máquinas, para cuando adelgace ya no seré la nueva.

Un día probé la clase de Zumba y todo comenzó a cambiar. Me metí allí junto a un grupo de mujeres ya consolidado que se llamaban por sus nombres y charlaban animadamente. De repente unos vítores anunciaron la llegada de la monitora. Me giré hacia la puerta y me quedé bastante flipada. Era una mujer de edad indefinida con unas mallas salpicada de colores chillantes que tenía, espera… ¡tenía volantes en el culo!, con estampado de leopardo para ser exactos. Toda esa vistosidad, con un top corto y dos coletas en el pelo. Era como si Campanilla se hubiera metido a dar clases de Zumba.

De los altavoces repartidos por la clase comenzaron a sonar los grandes éxitos del momento con los que empezamos un calentamiento de pasos básicos sencillos de salsa mientras flexionábamos los músculos. Una vez finalizado pasamos a la esperada canción que todas anhelaban. La profe, cantando a viva voz comenzó la coreografía y acto seguido todas se engancharon a sus pasos. No se limitaba sólo en los movimientos sino que le aportaba toda la interpretación viviendo la canción como si fuera suya. Si Daddy  Yanky lo daba todo, las mujeres que me rodeaban no se quedaban atrás. Y mientras yo intentaba pillar los pasos a mi ritmo me di cuenta de algo. Una atmósfera poderosa se generó en aquella clase. Mis compañeras bailaban eufóricas, se reían, se miraban fijamente en el espejo, y bailaban sin pudor, sin miedo.  Ponían “caras”, miradas penetrantes y aunque a veces se trababan o iban a destiempo,  no se frenaban. 

Cuando terminó la clase me preguntaron que me había parecido y yo prometí volver, me había encantado. De camino a casa aún notaba la electricidad por mi cuerpo, y me sentía súper bien. Siempre me gustó bailar desde niña, y se ve que aquella niña había salvaguardado esa pasión de los complejos adultos, ¡bien por ti mini-yo! 

Pasó muy poco tiempo cuando decidí que las camisetas viejas y el pantalón gastado no lucían mi cuerpo serrano zumbando. Comencé con un par de mallas oscuras discretas y camisetas deportivas de mi talla. Pero ver a mis compañeras luciendo colores y ropas sin complejos me animó a pasar a (¡oh que loca!) mallas blancas e incluso rosas con estampados dorados. Pasé de esconderme a anudarme las camisetas a la cintura, a lucir tirantes con molla sobaquera incluida, a disfrutar de la imagen de la camiseta rajada en los laterales volando a mi alrededor con cada giro. Acabé por maquillarme mis rabillos de guerra para la ocasión, y es que cuando iba al gimnasio ya no iba a hacer ejercicio para cambiar mi cuerpo en un futuro. Yo iba a bailar, a disfrutar de ese momento con mis compis.  

A día de hoy creo que ahí está la clave de todo, a rellenar “pasármelo bien” en la casilla de objetivo a conseguir en la inscripción del gym, extrapolable a las hojas de compromisos que tome conmigo misma a lo largo de la vida.

 

Mariló Córdoba