Ella es una persona sensible, atenta y buena amiga, pero no le da tiempo. Parece una frase inacabada, pero es un resumen de su vida: No le da tiempo. A recoger a la niña del colegio, a llegar a la reunión del cole, a quedar a tomar un café, a… No llega, llega tarde o manda recado. Y es que la conciliación es una palabra que muchas sabemos en carne propia que no existe, es una forma suave de describir las renuncias a las que llegamos para atender a nuestras criaturas y poder llevarles un plato a la mesa. Pero en su caso… Ella se separó cuando su hija era un bebé, cansada de mantener a un padre negligente que las hacía sufrir. Desde entonces, la niña apenas ve a su padre una vez al mes porque el hombre tiene cosas más importantes que hacer,  le pasa una pensión ridícula y se niega a pagar el resto de gastos complementarios. Eso sí, exige informes de pediatras, de especialistas y demás porque, como era de esperar, todo lo que la madre de su hija hace, para él es insuficiente o está mal hecho.

Ese hombre, que jamás ha sido un padre para su hija, dedica las pocas horas mensuales que tiene con ella a crearle complejos que no tenía y a obligarla a hacer deporte para que no sea una gorda, como su madre… No voy a recrearme más en este tema, porque necesitaría cien o doscientas páginas para expresar todo el asco que me provoca ese ser humano, despreciando así a quien atiende con amor y mucho esfuerzo  su hija y tratando con frialdad a su propia hija.

Ella trabaja mucho, siempre lo ha hecho, pero ya sabemos que para cobrar más hay que trabajar más horas y, teniendo una niña, eso implica depender de gente. Cuanto más intenta ser independiente, más se le complica a la pobre. Y ahí pasa la vida, corriendo al trabajo, a casas de su madre, a las extraescolares… Y dejando su vida, no en pausa, si no en stop, porque es prácticamente imposible poder dedicarse un minuto con esta vida que le ha tocado.

Pero no creas que esto ha podido con ella. ¡Qué va! Ella agarra  a su niña cada mañana y, aunque se queja en alguna ocasión de que le da mil quebraderos de cabeza y la reta cada día (está entrando en esa edad), avanza por la vida con la cabeza alta, orgullosa de saber que lo hace lo mejor que sabe, asume que hay cosas a las que no llega y simplemente las suelta, no se recrea en su frustración, acepta humildemente la ayuda que le ofrecen para poder cumplir algún capricho y despedir a una compañera de trabajo tras décadas juntas, aunque la niña tenga que jugar un rato en casa de la vecina, o cualquier otro imprevisto que surja. Y aun así, siempre tiene algún detalle con las personas de su entorno, está atenta, escucha, se preocupa, echa un cable a otras madres… Y defiende a su hija con uñas y dientes.

Se queja, por supuesto, porque no hacerlo es insano, pero siempre acaba su queja con una enorme risotada y un empujón hacia delante.

Yo a veces me paro a mirarla y pienso cómo estaría yo en su lugar, pero es difícil de saberlo, a veces nos ahogamos en un vaso de agua y otras veces no ponemos en valor la valentía con la que afrontamos nuestras tormentas. Espero, sinceramente, que ella sea consciente de todo lo que hace, que sepa que su fuerza y su amor llevarán a su hija a ser una adulta feliz, a pesar de tanta porquería que la rodea, y que cuando se acueste de noche, justo antes de cerrar los ojos, pueda sonreír con esa satisfacción de un trabajo bien hecho.