Desde pequeña el día de Reyes en mi casa siempre incluía un detalle muy español: una buena dosis de carbón. Y ya os digo, no he crecido traumatizada ni odio a mis padres por ello. Es más, me atrevo a decir que nos hemos reído un montón y hasta hemos salido con una buena salud mental (bueno, al menos lo intentamos).

Siempre ha habido un poco de espectáculo en mi casa el día de Reyes. Llegabas a la sala, con los ojos medio pegados por el sueño y mi familia cantando ‘que será, seráaaaaaaaaaa’ (tradiciones familiares…). Y antes que cualquier juguete, que cualquier regalo, el CARBÓN. El mensaje estaba claro: «Has sido un poco cabroncete este año». Huelga decir que mi hermano y yo fuimos peleones hasta bien entrada la adolescencia, y diría que hasta un poco en la actualidad.

El carbón era y es un recordatorio humorístico, una especie de toque de atención a lo ‘oye, que te hemos visto’, sin dramas ni enfados. Y luego venían los regalos, los de verdad. Así que el carbón se quedaba ahí como un trofeo, una especie de insignia para los gamberros con amor, y con el tiempo hasta se convirtió en una tradición que esperábamos con ganas. En mi casa, si no había carbón, era casi como un insulto. «¿Es que este año no me he portado mal ni un poquito?» Pues qué aburrido. Y ahora hacemos lo mismo con mis sobrinos, que se portan igual de bien que mi hermano y yo. Osea, regular JAJAJA

Lo más curioso es que esta tradición tan supuestamente ‘traumática’ para tanta gente hoy en día nos ha hecho desarrollar un buen sentido del humor. Recibir carbón de Reyes se convirtió en algo divertido. Una especie de autocrítica suave, de esas que te ayudan a reírte de ti misma. Y ya que estamos, es una oportunidad para reflexionar, que siempre hay algo que mejorar. Y si no lo hay, pues da igual, el carbón es parte del show y la foto familiar no está completa sin él.

Ahora cuando cuento esta historia, la gente se divide. Están los que me miran con cara de «¿Tus padres te regalaban carbón? ¡Qué crueldad!» y luego están los que, como yo, entienden que no todo lo que es «negativo» te tiene que romper el alma. Nos falta un poco de humor y de perspectiva. Hay una delgada línea entre reírnos de nuestras pequeñas maldades y hacernos daño de verdad. En mi caso, el carbón era y es la broma que unía, no la que hería.

Y es que al final de eso se trata. De saber que podemos ser un poco idiotas a veces, pero que eso no define quiénes somos ni cuánto nos quieren nuestros seres queridos. Porque detrás del carbón siempre venía la risa, los abrazos, y sí, el regalo bonito. Así que no, no estamos traumatizados. Más bien al contrario: hemos crecido con una pequeña lección cada 6 de enero y una buena dosis de risas.

Sé que no estoy sola y en muchas cosas el carbón sigue presente, ¡pronunciense!

 

Anónimo

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