Hace unos meses, en medio de una limpieza a la que llevaba mucho tiempo dando largas, encontré algo que me hizo pararme en seco.
Estaba organizando una caja llena de papeles viejos, esos que uno va acumulando sin darse cuenta, porque crees que son demasiado importantes para tirarlos o porque piensas que de repente un día los usarás. La caja estaba llena de apuntes de la universidad, recibos antiguos, y libretas que ya ni recordaba haber usado. Entre todo ese desorden, apareció una libreta que me devolvió al instituto.
Era mi libreta de cuando estaba en el último año. La portada estaba gastada, con los bordes doblados, pero aún se leía mi nombre en grande. Entre las páginas llenas de textos y dibujitos, encontré una hoja suelta. Era la dedicatoria que mi tutora, la profesora de literatura, me entregó a final de curso.
Hasta ese momento, no había pensado en ella en años. La vida se había encargado de tenerme ocupada, con un trabajo que no me gustaba pero que pagaba las facturas, y una rutina que, si soy sincera, no me llenaba. Pero al ver su letra en esa hoja amarillenta, recordé mi pasado.
En aquella época yo era una chica inquieta, siempre perdida entre libros y poemas. Soñaba con ser poeta o algo por el estilo, pero la realidad me golpeó fuerte cuando terminé el instituto. Las cosas se complicaron, y los sueños se quedaron en el camino, enterrados bajo la presión de encontrar un trabajo, pagar el alquiler, y simplemente sobrevivir.
La dedicatoria decía algo que, en su momento, no supe valorar: «Tienes un talento y una sensibilidad muy especial. No dejes que nadie te diga que no puedes hacer algo grande con eso. Confía en ti misma, porque yo confío en ti».
Me quedé mirando esas palabras por un largo rato. No era la primera vez que las leía, claro, pero en ese momento fue totalmente diferente. De repente me sentí triste, como si hubiera decepcionado a mi tutora y a mi yo del pasado, como si la vida que tenía ahora no hiciese justicia a lo que realmente quería.
Esa dedicatoria me hizo cuestionarme muchas cosas. Llevaba años trabajando en una inmobiliaria, llenando hojas de cálculo, solicitando hipotecas y respondiendo correos que me parecían cada día más vacíos. Me daba cuenta de que había pasado todo ese tiempo en piloto automático, dejando que la vida me llevara por un camino que no me hacía feliz.
Esa noche, después de encontrar la libreta, no pude dormir bien. Me quedé en la cama, pensando en todo lo que había dejado atrás, en las decisiones que había tomado y en las oportunidades que había perdido por miedo a fracasar. Y, después de dar muchas vueltas, en medio de la oscuridad, sentí algo que hacía mucho no sentía: las ganas de volver a escribir.
Al día siguiente, compré una libreta nueva, le volví a poner mi nombre en grande y empecé a escribir otra vez. Lo hacía sin presiones ni expectativas, solo por el placer de hacerlo. Al principio, las palabras no me salían con facilidad, pero poco a poco, todo volvió a fluir.
Empecé a buscar talleres de escritura en mi ciudad y me inscribí en uno. Ahí conocí a gente que, como yo, tenía la inquietud de escribir, y eso me ayudó a sentirme menos sola en este camino. Cada día que pasaba, me sentía más viva, más conectada con esa parte de mí que había olvidado.
En ese taller conocí a personas muy interesantes, con las que hice buena amistad, y tiempo después me ofrecieron un trabajo, que, aunque no fuera escribiendo poesía como tal, estaba más cerca de ese mundillo y me hacía sentir más realizada y creativa.
Mantuve los dos trabajos un tiempo y finalmente, dejé la inmobiliaria.
El proyecto fue creciendo cada vez más, y hoy por hoy, puedo vivir de esto. Estoy en un trabajo que me hace feliz y me permite tener la vida que quería.
Ha pasado un tiempo y todo se ha puesto en su sitio. A veces me pongo a pensar en qué hubiera pasado si no me hubiera puesto a ordenar los papeles y en lo mucho que ha cambiado mi vida gracias a una hoja suelta, en una libreta vieja, con un mensaje que ha atravesado los años.