Cuando nos conocimos la atracción sexual fue brutal, conectamos bien a nivel de intereses y gustos, pero ambos sabíamos que aquella relación estaba motivada por el sexo.

Compartir cama con él era el oasis del deseo. Nos lo pasamos muy bien entre las cuatro esquinas del colchón y no había tabúes entre nosotros, ya que la comunicación era muy buena. Él siempre se sorprendía de lo abierta que yo estaba a probar cosas nuevas y cómo disfrutaba en el proceso.

Entre jadeos y gemidos me decía lo mucho que le gustaba el sexo anal, tanto si me lo daba él cómo si lo recibía de mi parte en el papel de dominatrix. La verdad sea dicha, él también me ponía cómo una moto y siempre me dejaba más que satisfecha.

 

Cuando no podíamos vernos, nuestro WhatsApp se llenaba con fuegotes y fotos sexting de lo más atrevidas. Tampoco faltaban vídeos caseros de nuestros encuentros, era algo que nos ponía muy cachondos, aunque no tanto cómo grabarlos. ¡Bendito móvil con calidad de imagen! Hacíamos nuestro corto en cualquier rincón. Lo que más me gustaba de nuestro sexo a distancia era hacer video llamadas para ver como el otro se masturbaba por todo lo que habíamos hablado. Todavía se me mojan las bragas al recordarlo.

Llegó un punto en el que la relación se volvió tan adictiva para ambos que hacíamos todo lo posible para estar juntos. Y progresivamente fui notando que, aunque el sexo era el pilar fundamental en nuestra relación, cada vez salíamos más o hacíamos otras actividades más allá del plano sexual.

Al principio fui cautelosa, pero no podía engañarme con lo que veía, teníamos una relación de pareja al uso, de salir de cervezas, fiestas o al cine. Y cuando nos quedamos en casa, además de sexo había tiempo para cenar y ver algún capítulo de serie, cosa que antes era impensable pues solo contemplábamos una sesión intensa de sexo seguida de una excitante ducha para después separarnos. Fue una etapa en la que pude conocerlo en profundidad, sus gustos, sus pensamientos y personalidad. Encajaban en mi forma de entender la vida y empezaban a aflorar sentimientos por mi parte.

Incluso comenzamos a tener contacto con el círculo de amigos del otro, cosa que era inevitable ya que nuestra relación se estaba alargando en el tiempo.

Las fotos juntos en redes, los paseos por la ciudad, un encuentro casual en algún restaurante, nuestros amigos nos veían juntos y ataban sus propios cabos. Me llegaron a decir que formábamos una bonita pareja, que pegamos mucho juntos. Si nos preguntaban si estábamos juntos, él siempre respondía que nos estábamos conociendo, cosa en la que yo concordaba porque era cierto.

A medida que la relación continuaba, empecé a pillarme cada vez más. También notaba una actitud más tierna y cariñosa de él hacía a mí. Lo que me dio el extra de valentía que necesitaba para abrirme a él sentimentalmente. Lo hice después de haber follado cómo conejos un fin de semana, en la cama, envueltos en el humo de su cigarro. La sonrisa de tonta, de ilusión que se me formó en la cara cuando él me contestó que me correspondía hizo que me dolieran las mejillas durante horas. No podía ser más feliz. Lo celebramos a nuestra manera, dándonos cómo cajón que no cierra. Al terminar no me aguanté las ganas y le pregunté que si éramos novios. Su cara de satisfacción y alivio sexual por el tremendo orgasmo que habíamos alcanzado, se desvaneció en segundos, mostrando una mueca de incomodidad y rechazo. Entonces soltó la frase:

«Eres demasiado zorra en la cama para ser mi novia».

WHAAAAAT!! Resonó en mi cabeza.

Según él yo era perfecta para echar polvazos y cumplir sus más oscuras fantasías, incluso para hacer planes cómo si fuéramos colegas, pero no para ser su novia.

Me dijo que no me lo tomara a mal (no qué va), pero que su novia debía ser sumisa y tímida, no alguien tan guarra como yo, que en todo caso podría ser su amante. Toda la imagen que tenía sobre él se vino al suelo rompiéndose en mil pedazos. Me dijo que, a pesar de quererme mucho, quería una novia cómo el ideal de esposa de los años cincuenta, que ya buscaría sus placeres sexuales más oscuros fuera de la pareja con una puta tan guarra cómo yo.

No puedo escribir la retahíla de insultos que le solté mientras me vestía para no volver a verlo nunca más, aunque lo que en realidad deseaba era tirarlo por la ventana. Con esto aprendí que por muy buen sexo que te dé un hombre, no merece la pena aguantar a gilipollas. Si ser una zorra significa vivir mi sexualidad cómo me salga del chumino y tener todo el sexo que mi cuerpo serrano me pida, sí, soy una grandísima zorra, la más zorra de todas. Y esta zorra no quiere ser tu novia.

 

Margot Hope

 

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