Conocemos el racismo como un monstruo agresivo de dientes afilados, porque existe la errada acepción de que es algo dramático, escandaloso, una palabra prohibida en tono despectivo y acompañado de la muy característica expresión de asco. Pero no, así no es el racismo, no siempre al menos.

Ese monstruo en efecto tiene más de una cabeza, y si bien es cierto que una es la que acabo de describir, “tu color es como el de la mierda”, “tu cabello parece vello púbico”, o un simple “maldita negra” en la calle, también existe esa otra cabeza, que aparenta ser más mansa pero tiene los dientes aún más afilados. Lo he visto en amigos, e incluso familiares (mi ascendencia es mixta por lo que la mitad de mi familia es blanca). 

Son agresiones tan pasivas, que quizás para una persona menos observadora y sensible, podrían pasar desapercibidas.

Recuerdo con la claridad hace unos años, una amiga se convirtió en tía: su hermana había tenido un bebé. Mi amiga muy mona me muestra las fotos de su nueva sobrina y me dice en cierto punto ‘es oscurita, pero eso se arregla’. Recuerdo haber esperado el “bazinga”, que nunca llegó. Cabe destacar que la bebé era más o menos de mi color, así que si la criatura debía ‘arreglarse’, en teoría también yo. 

No voy a mentir, comencé a ver a mi amiga con otros ojos después de ese día, no por mí, por la niña. En otra oportunidad, en un viaje, un familiar de mi esposo hizo otro comentario que me hizo perder la fe en la humanidad; nos atendió una pequeña niña en un deli, y la chica de forma muy risueña comenta “esa niña es preciosa, me gusta porque es blanquita”

No era la única persona en el grupo que no era blanca, y creo que no hay que serlo para sentirse ofendido por tan arcaica observación, pero nadie dijo nada, y tampoco yo. En ese momento ese tipo de cosas rumiaban en mi cabeza unos días, y no llegaba a entender por qué me molestaban. El siguiente evento, con el mismo grupo, fue durante la discusión de una película que habíamos visto días atrás, había personas negras en el elenco y alguien que describía una escena, confundió los personajes. La persona junto a mí la corrige “no era ese, era tal”, a lo que el otro, que estoy segura no ha de tener más de 4 cucarachas en el cráneo, responde “da igual, negro es negro. Todos son iguales”.  

De nuevo nadie dijo nada, pero más adelante, conversando a solas con una persona del grupo que por el color de nuestra piel, podríamos ser hermanos (y les aseguro que no somos iguales) me comentó sin yo haberle dicho nada, lo mucho que le habían molestado estos eventos. Sentí alivio de  no haber sido la única porque en ese momento y esa compañía en particular me tachaba de delicada y peleonera. Sin embargo, insisto, nunca dije nada: porque ¿Cómo respondes a alguien que no te está ofendiendo directamente? A ti, por tu nombre, mirándote a la cara. 

No, solo lanza un comentario que muchas veces ni siquiera nos percatamos de ofensivo que ha sido hasta que lo meditamos con la almohada, y para luego ya es demasiado tarde, o demasiado complicado decir nada. ¿Cómo reaccionas frente al monstruo que te está enseñando los dientes, pero con un amago de sonrisa y la cabeza ladeada para que lo acaricies? Esa cabeza del monstruo llamado racismo es incluso más peligrosa que la altanera, porque está más cerca, y su mordida duele más.

Firma: Anónimo.