A PESAR DE LAS DIFERENCIAS

 

Conocí a mi mejor amiga con cuatro años, el primer día de colegio. Bueno, igual fue el segundo porque el primero lloré tantísimo que tuvieron que sacarme de clase y llevarme con mi prima mayor que estaba en el mismo cole a ver si así me calmaba (spoiler: NO).

Pero volviendo al tema de mi amiga, ya desde el primer momento se notaban nuestras diferencias. Ella era un auténtico torbellino, no hacía los deberes, hablaba por los codos, interrumpía en clase,… Yo por el contrario siempre fui una niña muy responsable, aplicada y que prefería pasar inadvertida: no era tímida, pero prefería ir a mi bola. Ella, por su intensidad, no hacía demasiados amigos y yo, por mi independencia, pues un poco más de lo mismo. Pero siempre estábamos juntas las dos. 

Y llegó la temida adolescencia: la suya, rebelde y problemática; la mía, bastante tranquila. Tuvimos altibajos en nuestra relación porque íbamos madurando de forma distinta y la influencia de otras personas, los cambios de ciudad y la vida en sí, nos separó durante un tiempo. Sin embargo, creo que siempre supimos que íbamos a estar ahí la una para la otra llegado el momento. Y así fue. Aun no sabemos cómo pero volvimos a ser las mismas amigas de siempre: sin reproches, sin malas caras, simplemente dejando que fluyese todo.

Pasada la adolescencia, nuestra vida se dio la vuelta: ella dejó el instituto, se casó y tiene dos hijos que ahora están camino de ser adolescentes (su hija mayor me recuerda tanto a nosotras…). Vive y trabaja en el campo, se desespera con sus hijos como la mayoría de madres y sigue siendo un culo inquieto, aunque con las ideas muy claras y la cabeza en su sitio.

Yo, por mi parte, conocí a un chico con 17 años, acabé la carrera, empecé a trabajar aquí y allí, y llegados los 30, me sorprendió la adolescencia tardía: rompí con mi relación, dejé el trabajo, me fui del pueblo y comencé un año de crisis que mis amigos aun recuerdan entre risas. Después todo se ha vuelto a tranquilizar: comencé con mi pareja actual, vivimos juntos en una ciudad grande, sigo trabajando en nada estable, no me planteo tener hijos, voy a conciertos y fiestas cuando puedo y ando, como siempre, con la maleta para arriba y para abajo, bien sea por viajes de ocio o por cambios de residencia. De hecho, cuando nos llamamos por teléfono su pregunta no es ¿cómo estás? Sino ¿dónde? 

Por nuestros distintos ritmos, nos vemos muy muy poco. A mí me agobia su vida, teniendo que gestionar una casa, un marido, dos hijos y todo lo que ello implica. Y a ella le agobia la mía, con tanto cambio y ajetreo. Pero por encima de eso, seguimos siendo esas niñas un poco raritas de cuatro años que, sin saber por qué, congeniaron tan bien a pesar de las diferencias.

Orquídea