Juan VIII, el Papa mujer

Hace un tiempo, conversando sobre lo macabro y sexual de ciertas (por no decir la mayoría) de liturgias religiosas, recordé el curioso protocolo (ya en desuso, espero) que debían pasar los Papas antes de su nombramiento.

Resulta que existe un tipo de asiento papal conocido como “sedia stercoraria”, el cual dispone de un agujero en el centro. Según numerosos escritos, éste se utilizaba tras el cónclave para elegir al nuevo Papa, pero antes de su coronación. Su función era determinar, mediante el palpado testicular por parte de un joven diácono, si el recién escogido pontífice era, en efecto, varón.

Por si esto no fuera lo suficiente extravagante, si el palpado resultaba satisfactorio, el joven (perdón si lo recalco mucho, pero es que tiene guasa…) diácono proclamaba a los cuatro vientos: «habet duos testiculos et bene pendentes» (tiene dos testículos y cuelgan bien). ¡Toma ya!

Pero, ¿por qué este protocolo tan excéntrico? ¿Qué necesidad había de confeccionar una silla expresamente para tocarle los huevos al Papa de Roma? Bien, la leyenda que da origen a esta paranoia papal es todavía más inverosímil que el hecho de la liturgia en sí.

Nuestra historia comienza con Juan el Inglés, un monje copista de Germania que llegó a Roma el 848 para ejercer como docente. El joven Juan era un erudito respetado por todos sus compañeros. Un auténtico hombre de fe. Solo, que no lo era. No era un hombre.

Juana nació el 822 d.C. en Ingelheim am Rhein, cerca de Maguncia, en la actual Alemania. Su padre, Gerbert, era un predicador inglés que peregrinó para difundir el Evangelio entre los sajones. La pequeña Juana creció inmersa en ese ambiente culto y religioso, y con el apoyo de su madre (pero a escondidas de su padre), tuvo la oportunidad de poder estudiar, lo cual no estaba permitido a las mujeres de la época. Juana tenía mucha curiosidad por leer la Biblia, así que, de forma autodidacta, aprendió a leer y escribir en latín y griego.

Su curiosidad y ambición la llevaron a entrar en un monasterio de monjes copistas, para lo cual, evidentemente, se tuvo que hacer pasar por hombre. Para justificar su aspecto delicado y disimular sus maneras de mujer, Juana alegó que era inglés. Por lo visto, los ingleses de la época no se parecían mucho a los hooligans de hoy en día… así que coló; y Juana pasó a ser Johannes Anglicus (Juan el Inglés).

 

Pero la carne es débil, como dicen los rancios. Al tiempo, Juana inicia un romance con un peregrino griego, Pedro de Atenas, y decide huir del monasterio. En Grecia aprende medicina y visita innumerables bibliotecas. Poco a poco, el nombre de Juan el Inglés comienza a hacerse conocido y es en ese momento cuando a Juana le llega la oportunidad de trabajar en Roma.

Gracias a su dominio de varias lenguas y, sobre todo, a su extenso conocimiento teológico, en poco tiempo consiguió ejercer como secretaria de asuntos internacionales para el Papa León IV. Con solo 26 años, Juan el Inglés es la mano derecha del Papa. Así que, tras la muerte de éste, en julio de 855, Juana se convierte en su sucesora con el nombre de Juan VIII.

Tras dos años de estabilidad, Juana conoce a Lamberto de Sajonia, uno de sus embajadores, con quien inicia una relación sexo-afectiva. Fruto de esta relación, se queda embarazada. Sin saber muy bien qué hacer, Juana disimula su embarazo como puede (al fin y al cabo, bajo la sotana hay holgura), y reza para que Dios quiera que ese niño nunca nazca.

Pasan los meses y, finalmente, durante una procesión desde la basílica de San Pedro a Letrán, en una calleja estrecha entre el Coliseo y la iglesia de San Clemente, Juana se pone de parto. Sin tiempo de reaccionar, el Papa de Roma se baja del caballo, se tumba en el suelo y se abre de piernas. Entre el caos y la confusión, Juana da a luz. Al comprender lo que estaba ocurriendo, la multitud enloquece. Apedrean a Juana y a su bebé recién nacido hasta la muerte y los lanzan al río. El legado de Juana desaparece bajo las aguas cristalinas del Tíber.

Leyenda o no, la historia de la “Papisa” Juana revienta todas las encorsetadas convenciones de la Iglesia Católica y cambia la percepción de roles intransigentemente masculinos y patriarcales (el Papa, el Santo Padre) que se han mantenido intactos en el ideario colectivo durante siglos. Abre la puerta a un debate histórico: la incorporación de las mujeres a la Iglesia. No como cuidadoras, doulas o pasteleras… no como monjas, sino en puestos de poder. 

Hemos roto el techo de cristal en muchos sentidos, sin embargo, el catolicismo (como la gran mayoría de religiones) sigue siendo un tema tabú. Puede que muchas penséis que es debido a que ya nadie acude a misa, porque la fe se ha movido hacia horizontes más místicos y paganos; pero todavía queda mucha gente que vive en una encrucijada por la hipocresía de sus dogmas. Yo diría que ya es hora de tocarle los huevos (nunca mejor dicho…) a la Iglesia.

Aran Az