Dicen los expertos que la mayoría de catarros se pillan en invierno, yo digo que y una mierda de perro. El aire acondicionado es un invento diabólico y he pasado las peores dos semanas de mi vida con fiebre, dolor de garganta, otitis, mocos, tos y todos los síntomas que podáis imaginar. Eso sí, ni el mayor constipado del mundo puede acabar con mis ganas de follisqueo.

Mi proceso catarral al que cariñosamente llamo “la posesión demoniaca” (porque así me sentí) comenzó el 29 de julio, cuando me fui con mi novio a Portugal. Eran las primeras vacaciones en pareja. No llevamos mucho juntos y teníamos unas ganas locas de conocer Lisboa, descubrir rincones románticos y darnos el lote en cada lugar histórico o cultural. La vida había planeado algo distinto para nosotros.

Día 1. Desde hacía meses llevaba dando el coñazo a todos mis amigos con montar en patinete eléctrico. Yo soy provinciana, así que en mi ciudad lo máximo que puedo encontrar son bicis para alquilar. Además de provinciana soy un poco pobre, y comprarme un patinete eléctrico se sale de mi presupuesto. Cuando llegamos a Lisboa y vi que había patinetes eléctricos mis ojos se iluminaron. Descargamos la aplicación, nos subimos en este medio de transporte tan millennial y dimos un paseíto por la ciudad disfrutando del viento en la cara. Ahí se empezó a gestar el catarro.

Día 2. “¿Por qué no cogemos el coche y vamos a algún pueblecito con encanto?”, dijo mi novio. “Planazo”, pensé yo. El aire acondicionado del coche me mató, no os digo más.

Día 3. Empecé a notarme caliente y no precisamente en el chichi. Aun así me puse un vestidito mono, unas alpargatas que me compré en rebajas y pateamos Lisboa. Qué bonito es Portugal y qué guiri era yo diciendo “obrigado” y acabando todas las palabras en -iña. Me sentía divina, me sentía cosmopolita, me sentía… Enferma.

Día 4. Amanecí empapada, pero las bragas estaban intactas. Había sudado como cuando en clase de gimnasia del instituto nos hacían el test de Cooper. No tenía fuerzas ni para levantarme, así que nos quedamos en la cama. La casita en la que nos hospedábamos tenía televisión, así que metimos mi cuenta de Netflix y empezamos a viciarnos viendo series. Una cosa llevo a la otra y acabamos metiéndonos mano. No se veía venir el drama.

Yo no era consciente de lo enferma que estaba y pensé que un buen pollazo me curaría todos los males, así que le quité los pantalones de pijama a mi chico, bajé sus calzoncillos y empecé a darle a la lengua. No fue una experiencia divertida, para qué os voy a mentir. Tenía la nariz tan taponada que respirar me costaba y justo cuando iba a parar sucedió… Estornudé.

Sí, estornudé mientras le comía el rabo y se la mordí.

El gritó que pegó se escuchó hasta en Soria y no fue para menos. Por suerte no hubo sangre, pero al día siguiente amaneció con un moratón enorme en la polla. El karma me castigó por ser una caníbal-salida y el catarro fue a más, y hoy, dos semanas después de ese 29 de julio, sigo jodida.

Moraleja de la historia: si una polla quieres catar, acatarrada no debes estar.

Anónimo

 

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