Bueno, chicas, entre las risas que me echo con vosotras y todo el bien que le hacéis a mi autoestima, he decidido que ha llegado el momento de aportar mi pequeño grano de arena.

Así que os voy a contar mi pequeño follodrama particular.

El año pasado tuve un affaire tontorrón con un chavalito más joven.

No es que le sacara veinte años, pero bueno, yo tenía casi treinta y él diecinueve.

Y se notaba.

Era evidente para el que nos viese desde fuera y lo era, pero mucho, cuando nos metíamos en la cama.

El chaval le ponía muchas ganas y tenía un aguante extraordinario, lo malo era que le faltaba pericia.

Y a mí me daba igual porque me hacía mucha gracia y porque no había que decirle las cosas dos veces. Cuanto más lo hacíamos, más y más satisfecha me quedaba yo.

Por mi parte, yo encantada con los buenos ratos. Él por la suya, feliz con la frecuencia de nuestros encuentros y con el currículo sexual que se estaba haciendo.

No es una impresión mía, me lo dijo él mismo después de una masterclass maratoniana.

Total, que un día, charlando mientras nos vestíamos y eso, el tío se me vino arriba y me soltó una sobrada que no recuerdo exactamente para poder citar, pero que venía diciendo algo así como que después de él no iba a encontrar nunca a nadie que me diese tanto placer.

Ya sabéis, egocentrismo adolescente. No debí darle tanto bombo a su capacidad de aprendizaje, pero es que era tan mono y aplicadito… en fin.

Como una buena señora adulta le hice saber que podía estar tranquilo al respecto, que tenía dos manitas y unos cuantos juguetes con los que me lo pasaba bomba yo solita.

Ay, craso error.

A los dos o tres días volvimos a quedar sin cine ni cena previa, tal como era nuestra costumbre.

Fuimos a su piso, porque sus compañeros no estaban, y enseguida nos metimos en materia.

Y todo muy guay hasta que veo que se pone a rebuscar algo bajo la almohada.

Me despisto cuando vuelve a comerme la boca, el cuello y, de repente, me ataca el clítoris con algo pequeño, de forma irregular y que emite una ligera vibración.

‘Eeeeeh, ¿qué coño es eso?’ Le pregunto con mi mejor cara de WTF.

Y él, con su mejor cara de niño asustado, me responde: ‘no sé, como me hablaste de tus juguetes… quería probar y que me enseñaras’.

La verdad es que solo con lo de ‘probar y que me enseñaras’ tuve suficiente para saber que el rollito ese de El graduado que nos traíamos había llegado a su fin. Pero es que, cuando me incorporo y veo que lo que me saca de ahí abajo es un cepillo de dientes, casi palmo.

También os digo que al menos había tenido la decencia de meterlo dentro de un condón.

Agarrao pero apañao, que no se diga.

 

Anónimo

 

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