Imaginad la situación… Boda por delante con todo lo que implica de preparativos. Así que mi novio y yo nos ponemos manos a la obra y decidimos como lo queríamos todo; el sitio, el banquete, la ropa, y por supuesto la luna de miel, algo que nos costó ponernos de acuerdo. Pero después de varias semanas nos decidimos.

¡Al Caribe que nos vamos!

La península del Yucatán nos llamaba la atención, pero más nos llamaba la atención tirarnos 15 días dándonos amor en una paradisíaca isla del Caribe, y turismo… de eso también, pero menos; para que engañarnos. También ayudó a decantarnos por México el hecho de que un familiar nuestro fuera el director de un hotel de lujo en plena Riviera maya. Después de una llamada nos dijo que él se encargaba de toda la reserva, que nos daría la mejor habitación del complejo y que nos cuidaría como reyes; dos días después nos mandó los billetes de avión con todo listo y cerrado.

Era perfecto.

Nos casamos y llega la luna de miel. Llegamos al hotel con mucho desfase horario pero felices, entusiasmados y dispuestos a darnos mucho sexo del bueno como buenos recién casados que éramos. Aquel hotel era un lujo que solo había visto en las revistas de viaje o en videos de Instagram. Hacemos el check-in y nos llevan a la habitación. Nuestra casa entera entraba allí. La cama enorme, mueble bar (ni mini bar ni leches, mueble bar con botellas de champán para emborrachar a un ejército), bañera de hidromasaje, ducha interior y exterior, hasta un pequeño salón con butacas…

Yo veía todo eso y sólo pensaba en donde y cuando iba a coger mí recién estrenado marido y darme mambo del rico.  Las posibilidades eran infinitas.

Además como colofón a la maravillosa suite, la habitación daba a un jardín con palmeras y al fondo la playa con la arena blanca y perfecta. Desde el ventanal de la habitación sólo se veían arboles tropicales, pájaros e iguanas del tamaño de cocodrilos. Estábamos en la planta baja y me parecía ideal porque  así que podía salir a la terracita o tumbarme en la hamaca que había en medio de los árboles y disfrutar de todo. No se me ocurrió otra cosa ya el primer día que pasearme desnuda por la habitación, y claro… Mi marido que no era de piedra me vio así y ya me enganchó por banda. Nos faltaba sitio… Encima de la cama, en un lateral, en la sala, en las butacas, en el suelo. Allí valía todo, parecía que no teníamos fin; sabía que al día siguiente no podría sentarme pero en aquel momento sólo quería que me empotrara como a cajón que no cierra. A una parte de mi le fastidiaba no dar un paseo por el complejo y disfrutar del hotel, pero otra parte de mi me decía que aprovechara ahora a follar, que luego todo serían prisas y bajones.

Y allí estábamos frente a los grandes ventanales con unas preciosas vistas que no nos importaban lo más mínimo, mientras mi marido estaba dándolo todo como si no hubiera una mañana, y yo ahí a cuatro patatas mordiendo el cojín del sofá. Estábamos en plena fiesta cuando de repente pasa por delante de la habitación un grupo de personas.

¡Un grupo! No un despistado o dos… No. ¡Por lo menos un grupo de 20 personas pasando por delante y mirando a la habitación mientras nosotros estábamos ahí en bolas, sudados, rojos y completamente quietos como si pensáramos que al no movernos no nos iban a ver! Peso 90 kg y mido 1,75. Pequeña no soy. Pero ahí me quedé quietecita pensando que podría camuflarme en el entorno, como un puto camaleón. Mi marido sin moverse, hiperventilando. Y la gente que seguía pasando y mirando… Casi me muero. Para cuando recuperamos la cordura y nos movimos por ahí delante había pasado hasta el apuntador. Unos de ellos incluso había aplaudido.

¡Al día siguiente una de las camareras nos recordó amablemente que la habitación tenía cortinas!

Pero ya era tarde a mí ya me conocían los bajos hasta el jardinero.

Moraleja, no os cojáis una habitación del hotel en la planta baja a menos que sepáis que no vais a follar. Y si lo vais a hacer, aseguraos que por mucho jardín delantero que tenga no tiene un camino de servicio.