Dejémonos de prolegómenos, queridas: estaba yo más mojada que si me hubiera metido en el rio, un rio vicioso y lleno de placeres. Y no era para menos: mi nuevo ligue era tan imponente que, si llego a ser escultora, le hago una estatua. O una pintura o al menos un álbum de fotos, pero primero me lo follaba, claro.

Pelo negro (me encanta, fetiches de una), unos músculos que yo no sabía si llamarle Hércules o hazmetuyadirectamente. El empotrador era musculoso, pero bien, no el típico cruasán de gimnasio que bajo tanta carne tiene dos palillos pequeñitos, cual pajarillo que no sabe volar. No, no, chicas, este no.

Este chico era de esos especímenes difíciles de encontrar, un tío que dices: es que está tremendo, le mires por donde le mires. Además, era un encanto, agradable y me pareció muy tierno cuando me hablaba. Que sí queridas, que yo necesito algo más aparte de un físico imponente, no os penséis.

El caso, es que yo estaba tan on fire con este santo patrón del empotre que me lo llevé a casa sin vacilar. Cenita ligera (no quería empacharme y no rematar faena), cafecito de postre y ale, al sofá a comernos la boca como si fuéramos a absorbernos el alma a besos.

Yo cuando estaba ya que no podía más y abrí mis piernas como una invitación a que me metiera lo que se quisiera, monta sobre mí, le veo culetear como un conejillo en pleno y apareo y justo cuando voy a moverme para cambiar de postura, pone «la cara». La mueca característica de que todo ha llegado a su fin. Os juro que ahogué un grito, pero no de pasión y esperé pacientemente a que al menos me tocara, besara, hiciera algo. Pero nada. Allí se quedó, inmóvil, casi sin respirar, estático cual vampiro.

De verdad que si no llego a escuchar un ronquido propio de llamada a los vikingos creo que se le ha escapado el alma o algo. Me mira, satisfecho, y dice: «Lo has gozado, ¿eh? ¿cuántas veces te has corrido?». ¿Cuántas? ¿Cuántas, hijo mío? Pero si no me has dado ni para el primer gustirrinín.

Tal poema debió de ser mi cara, que se vistió con cara de digno y se fue, no sin antes decirme en la puerta: «Ninguna se ha quejado hasta ahora». Claro que no, corazón, porque eres como un fantasma, ni se te nota venir ni irte. Arrivederci.

EGA