Llevo con mi pareja unos añitos ya, así que últimamente nuestra vida sexual no ha perdido la chispa pero sí que se ha ‘asentado’ bastante. Digo asentado porque ahora que vivimos juntos el sexo es mucho más fácil que antes. Además, todavía no tenemos hijos por lo que triscamos cuando nos apetece gozándola todo lo que el cuerpo desee.

Hace algunas semanas leía este post en vuestra página y mi cabeza, de sopetón, hizo un flashback a aquellas épocas nuestras en las que echar un polvo era como jugar al Tetrix. Salir a tomar una copa y terminar en un recóndito lugar metidos en el coche. El romanticismo, amigos, está donde tú quieras que esté, sin más.

Y en ese viaje al pasado recordé una noche en concreto, en medio de los bosques gallegos. Que si las ‘meigas‘ hablaran…

Un sábado más como otros tantos. Cenita de picoteo (con acento francés a ser posible) y unos cubatas en el bar de nuestro amigo. Rodeados de colegas y buen rollo. Y como la semana de curro había sido dura y nos había faltado darnos amor del bueno, decidimos largarnos una vez más a nuestro vehículo del placer.

Nosotros así, un finde cualquiera.

Hacía una noche de perros, pero de los rabiosos. Llovía en Galicia, y cuando eso ocurre no es cualquier broma. En pleno mes de noviembre y el frío también era algo serio. Pero nosotros íbamos preparados y no nos faltaban las buenas mantas (‘mantasdefollarenelcoche‘ que las llamábamos). Además, ¡qué narices! Estábamos cachondos y que le dieran mucho a la meteorología.

A medio camino y antes de entrar en zona urbana paramos el coche escondiéndonos en una zona boscosa. Para los que no lo sepáis, Galicia está plagada de montes y árboles (aunque algunos desalmados se empeñen en terminar con ellos, pero esa es otra historia), de noche no es nada divertido adentrarte en uno, la verdad.

La lluvia seguía cayendo con mucha fuerza, así que mi chico decidió que ya estábamos lo suficientemente agazapados y frenó en seco. Nos pusimos al tema sin pensárnoslo dos veces. Teníamos ya mucho rodaje (y nunca mejor dicho) en eso de lidiar con frenos de mano, volante, asientos sin reclinar… Así que hicimos lo que mejor sabíamos hacer: comernos como locos sin importarnos un carajo dónde estuviéramos.

El frío aquella noche era más bestia que en otras ocasiones (o es que a mí me faltaban un par de chupitos de licor café), así que terminamos antes de lo habitual. Tenía el culo helado, lo juro. Nos vestimos y nos dispusimos a volver a la civilización.

Yo congelándome en aquel bosque.

Arranque de motor, marcha atrás… y el coche que no se movía. Mi chico con cara de pocos amigos vuelve a intentarlo. Primera y hacia adelante, de nuevo marcha atrás. Nada. Cochiño que ni pa’ lante ni pa’ atrás. Y a cada minuto más y más lluvia.

¿Qué pasa? ¿Por qué no nos movemos?‘. Y allá que sale mi novio a ver qué podía estar sucediendo. Vuelve al coche, hay diagnóstico: nos hemos metido en un barrizal bastante hondo, no vamos a poder salir sin ayuda.

A ver cómo os lo explico. Eran las cuatro de la madrugada. Estábamos en medio de un bosque, casi sin cobertura en los móviles y estaba cayendo una helada que iba a congelar hasta a Elsa la de Frozen. Bien. Ahora sabéis la angustia que empecé a pasar.

Como mi chico ya por aquel entonces era la cabeza serena de la relación, reaccionó rápidamente intentando ponerse en contacto con algún amigo. Yo seguía cayada e imaginando que una alimaña apareciese entre uno de los troncos que nos rodeaban. ¡Qué guay!

Vale, este es Cheewbacca, pero el susto te lo da igual por muy molón que sea.

Después de muchas llamadas fallidas consiguió localizar y contar nuestra fascinante situación a uno de sus colegas. Preferí no imaginar a ese hombre partiéndose de risa a costa de nuestro polvo en el monte. Así que me mantuve en silencio, tapada hasta las orejas y mirando fijamente a un árbol ‘que ahí se ha movido algo y no lo estoy soñando‘.

Y venga lluvia, y se levanta un viento anormal del todo. Mi churri oteaba el oscuro horizonte esperando ver las luces del coche de nuestro rescatador, pero allí no llegaba ni Perry. ¡SOS – SOS!

Al rato suena un teléfono. La ayuda no nos consigue localizar por más vueltas que da por la zona, teníamos que hacer algo. ‘Bueno, tú te quedas aquí dentro, yo voy a subir hasta la carretera a buscarlo‘. ¡AY MI MADRE! En medio segundo estaba sola, helada como una estatua de hielo, y cagada de miedo a niveles muy muy altos.

Juro por lo que más quiero que aquel rato ha sido el más tenso de mi vida. Nunca he tenido un post-coito más terrible. ¡Y además quería mear! Vamos, aquello era crónica de una infección de orina anunciada. Solo podía imaginarme a la Santa Compaña apareciendo al lado de la ventanilla y diciéndome ‘¡Eh, tú, fucker! Vente con las ánimas que aquí estás muy sola‘. ¿Qué no sabéis quién es esa señora? Pues buscad info en el señor Google, entonces me entenderéis.

Mujer, con túnica blanca, vagando por el bosque de noche… para fiarse, vamos.

 

Creo que mi reloj empezó a ir hacia atrás, porque los minutos no pasaban. Yo miraba mi móvil y solo pensaba en un oso persiguiendo a mi chico por el monte. ¿Hay osos en Galicia? ‘¡Corre, cariño, corre sin mirar atrás!’

Y entonces vi la luz. No, en serio, la vi. Era un foco cegador que me apuntaba desde atrás. Giré la cabeza y pude ver un enorme tractor que se acercaba al coche. A aquel buen hombre solo se le había ocurrido sacar la artillería pesada del garaje para salvarnos en condiciones. No sé si fueron los nervios, pero me dio un ataque de risa brutal: ‘Eh… ¿Hola? ¿Granjero busca esposa?’

Sentí vergüenza, sentí alivio, sentí alegría… Y no sentí mucho más porque estaba congelada hasta el último pelo. Tres intentos después cochiño estaba listo para volver a rodar. Casi amanecía y dije ‘hasta otra‘ a todas las meigas que se rieron de mí aquella noche. Habelas hailas, amigas.

 

 

Anónimo