El final de una relación siempre tiende a ser un momento complicado. Pasas tiempo junto a una persona, compartes tu vida, tu tiempo libre, incluso compartes hasta a tus amigos… Y todo muchas veces para que llegue un día en el que ‘es mejor que nos demos un tiempo‘.

¿Qué tiempo ni qué tiempo? Tú lo que quieres es dejarme para siempre e intentas que suene a buen rollo. Pero aquí sinceridad ante todo, ya no quieres estar conmigo y punto y se acabo. Mejor que me lo digas así de golpe, rápido e indoloro, como el que se quita un esparadrapo después de una analítica.

Pero hay ocasiones en las que las rupturas toman, digamos, un camino especial. Casos en los que lo de romper es completamente inesperado para uno de los miembros de la pareja pero, casualidades de esta vida, las malas lenguas entran en el juego. Y esto exactamente me ocurrió a mí. No presumo de lo hice, tengo claro que quizás crucé la línea de lo moralmente establecido, pero en su día mi yo interior actuó de esta manera. Sin más.

Llevaba tres largos años saliendo con Fernando. Era un chico top, de esos que conoces y en seguida piensas ‘tiene que tener algún fallo, no puede ser tan perfecto‘. Guapo, simpático, amable, trabajador, buenísimo follando, encantador con mi familia… Me costó meses creerme que semejante portento podía querer algo conmigo, la chica alocada y desaliñada de la facultad.

Pero estas cosas pasan, y en pleno viaje de fin de carrera no liamos a lo loco después de cuatro Daiquiris. A la vuelta nos volvimos a enrollar, y otra vez, y otra más… Vamos, que Fernando y una servidora empezaron a salir en serio ante la envidiosa mirada de muchas de mis compañeras.

Y todo iba muy bien. Iba, en pasado. Al menos hasta hace unos meses, cuando un número de teléfono que no tenía guardado en mi móvil comenzó a hablarme vía Whatsapp.

Hola Ángela. Sé que no tienes mi teléfono pero nos conocemos. Soy Elena, compañera de trabajo de Fernando. Me gustaría saber si podemos quedar un día que te venga bien para hablar de un tema importante. Un saludo.

¿Elena? ¡Claro que conocía a Elena! Elena era una chica fantástica de la oficina de mi novio. Elena era alta, guapa, delgada e inteligente. Elena era esa mujer de la que cualquier chica mínimamente celosa podría tener celos. Esa era Elena.

No os voy a engañar, desde el segundo uno imaginé por dónde iban los tiros. Yo muy guapa no soy, pero a lista y avispada no me gana nadie. Así que esa tarde frente a un café y con la maravillosa Elena al otro lado de la mesa, solo pude constatar mis pocas dudas.

Ella y Fernando llevaban enrollados casi un año, ¡un puñetero año! Elena le había puesto un ultimatum un poco harta de ser ‘la amante’ de turno, y ya que el muy cabrón no había cumplido ella había tomado cartas en el asunto. Gracias Elena por acostarte con mi novio, por contármelo y por abrirme los ojos. Te quiero como mejor amiga.

Le pedí a mi nueva confidente, esa con la que compartía polla desde hacía meses, que me dejara a mí actuar. Que se mantuviese al margen durante algunos días ya que yo quería hacer las cosas a mi manera. ¿Y cuál fue esa manera? Ay amigas… mi venganza no tuvo parangón.

Una de las mayores virtudes del que todavía era mi novio eran sin duda sus tremendas actitudes en la cama. O dicho de otro modo, Fernando follaba como un verdadero genio de los orgasmos. En mi vida había echado polvos tan brutales como con aquel hombre. Y si algo iba a echar de menos después de mandarlo a la mierda, sin duda eso sería el sexo con él.

Así que sí, amigas, me di unos días de regalo. Me prometí una semana de sexo pasional (pero lleno de rencor) y me juré a mí misma que no habría amor pero sí mucho erotismo. Fernando se largaría y su polla también, pero yo me quedaría saciada de él de por vida.

Visto así puede sornar algo enfermizo, ¿no? Quizás algo digno de una persona fría y sin sentimientos. Pero os aseguro que detrás de toda esta frialdad se escondía la otra yo decepcionada viéndome a mí misma como una bobalicona engañadísima.

Y así, aquella misma noche, comenzaron las folliolimpiadas. Irrumpí en nuestra habitación y sin mediar palabra bajé los pantalones de pijama de Fernando para meterme su pene en la boca. La sorpresa lo puso a cien y respondió con uno de los polvos rápidos más bestiales de nuestra relación. Él me pedía que le hablara, que le dijera algo bonito, pero a mí solo me salía pedirle que me diera bien duro, que consiguiera que me corriera como nunca.

Nada más terminar, exhausto después del revolcón, volví a bajar al pilón para poner el elemento nuevamente en marcha. Fernando sonreía sin llegar a creerse lo que estaba pasando. Chupé una y otra vez, cambiando el ritmo, acariciando aquella polla compartida con cariño, pasándola entre mis pechos. Fernando se volvió a venir arriba y decidí follármelo a horcajadas, de espaldas, a mi ritmo y mientras yo misma toqueteaba mi cuerpo.

Esa noche fueron tres los polvos que sumé al marcador del sexo por rencor. A la mañana siguiente la sonrisa del que todavía era mi novio dejaba entrever que estaba completamente satisfecho por nuestra hazaña. Poco sabía él de lo que le esperaba durante los próximos tres días.

Para haceros un breve, pero descriptivo, resumen: contabilicé dieciséis polvos. Matutinos, antes de la siesta, después de la siesta, en la ducha, varios en la cama… Fernando disfrutaba lo más grande con aquella fiesta del sexo, me preguntaba una y otra vez qué se me estaba pasando por la cabeza para tener tantas ganas de triscar. Yo sonreía y volvía a pedirle que me comiera el coño otro poquito.

¿Fui mala? ¿Me comporté como una niñata inmadura? ¿Fue inmoral? Como diría la canción ‘quizás, quizás, quizás‘. Lo único que sé es que tras tres intensas jornadas de poco hablar y mucho follar, volví una noche a casa y esperé a Fernando en el salón, con una copa de vino entre mis manos. Cuando entró por la puerta le agradecí aquellos años que se había entregado a mí, y sobre todo, cada uno de los orgasmos que me había regalado. Después di un trago a mi copa y le pedí que hiciera sus maletas, lo nuestro se había acabado para siempre.

Negó en rotundo cualquier acusación de infidelidad, pero poco pudo decir a cada fotografía y cada vídeo que Elena me había enviado. Ahí estaba el pero de aquel chico perfecto, era un mentiroso de manual. Y a mí, ¿qué queréis que os diga? No me compensa soportar a un niñato por muchos grandes polvos que me eche.

Fotografía de portada