A lo largo de mi historial erótico-festivo me he encontrado con muchos tipos de tíos. Uno disfrutaba chupándome los pies y a otro le ponía lamerme el sobaco. A mí me gustaba probar y oye, eso tampoco hace daño a nadie, así que me llevé varias experiencias y descubrí que tengo muchas cosquillas y que lo último que siento cuando me toquetean las axilas es cachondismo. Sea como sea entendí que los límites del placer son muy amplios y que mientras haya respeto y consentimiento, todo sirve.

El caso es que hace un mes conocí a Luis (nombre falso para respetar la intimidad del muchacho) en una fiesta y congeniamos bastante bien. Físicamente era mi tipo total: no muy alto, con el pelo un poco larguito, camisa de cuadros, pelo en el pecho como un oso de peluche y sonrisa bonita. Mentalmente también me gustó y nos lo pasamos muy bien hablando, así que intercambiamos los teléfonos y empezamos a charlar prácticamente todos los días.

El tonteo era evidente y por fin dijimos de quedar. Bailamos, nos besamos y nos despedimos porque mi hermana estaba pasando el fin de semana en mi casa y él había invitado a un antiguo amigo que vive fuera. Los astros no estaban alineados, qué le vamos a hacer. Dicen que lo bueno se hace esperar, pero este no fue el caso.

La semana siguiente repetimos cita y esta vez sí que sí acabamos en su casa bebiendo una cerveza y escuchando música. Tres segundos después ya estábamos en ropa interior metiéndonos mano y restregándonos como adolescentes sobre el sofá. No sé en vuestras ciudades, pero en la mía hace MUCHO bochorno y ese día concreto había una ola de calor. El clima no era ideal para echar un polvo, para que nos vamos a engañar. Y claro, a treinta y muchos grados empecé a sudar como un cochinillo.

Tras el sobeteo inicial y masturbaciones varias en el sofá, Luis me dijo con voz ultra sexy “vamos a la cama”. Me levanté y de repente veo que pone cara de “he visto a La Virgen y me ha dicho que soy el nuevo mesías”. Se llevó las manos a la cabeza y empezó a hiperventilar.

Yo – ¿¿¿Qué te pasa???

Luis – El sofá. Mira como has puesto el sofá.

Me giré y efectivamente, el sofá de telita gris tenía un cerco de humedad por culpa de mi sudor.

Yo – Lo siento mucho, pero es sudor, no creo que deje mancha, ¿no?

Y cuando pronuncié esta frase su cara cambió todavía a peor.

Luis – ¿Mancha? Me da igual que deje mancha. Yo sabré que eso está sudado. ¿Luego como quieres que me siente ahí?

No sabía si eso era una cámara oculta, pero a medida que el muchacho se enervaba más la mancha del sofá empezó a desaparecer.

Yo – No te preocupes, si ya se está quitando.

Luis – PERO YO VEO LA MANCHA. Yo noto que ahí hay sudor. Me muero del asco.

Y el amigo locatis de la limpieza cogió el sofá y empezó a desmontar la funda de tela, la colocó sobre la mesa del salón y fue a la cocina a por un bote de quitamanchas mientras yo buscaba la cámara oculta en su casa. Empezó a frotar y cuando yo pensaba que no podía ser más tenso todo me miró y me dijo:

“¿Te vas o te echo?”

Me fui amigas, ¿y sabéis qué hice al llegar a casa? Escribir un WhatsApp al tío que me chupé el sobaco. Por lo menos a él no le importa que sude y si lo pienso mejor tener cosquilla que sexo con un maniático de la limpieza.

 

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