Un día cualquiera, había quedado con mi madre y mi tía a cenar. Yo salía tarde de trabajar, y me daba toda la pereza del mundo ir hasta casa a cambiarme y oye, solo eran mi madre y mi tía. Así que me fui tal cual: una coleta, leggins y una camiseta larga.

Cenamos, y a las dos les apetecía ir a bailar a algún lado, así que les recomendé un sitio de salsa que conocía y nos marchamos.

Mis pintas de día de curro fueron un éxito total y, entre eso y los bailes que se estaban echando mi madre y mi tía, hizo que a la media hora estuviéramos de colegas con un grupo de australianos que había en el local dándolo todo.

Una cosa llevo a la otra, y de repente eran las dos de la mañana y nos estaban echando.

Mi tía se marchó para casa. Mi madre estaba ocupada con uno de los chicos y yo me moría de ganas de hincarle el diente a otro de ellos. Así que, cuando nos propusieron ir a su hotel para una fiesta privada nos pareció la idea más maravillosa del mundo.

Ya en el taxi mi australiano particular decidió dar rienda suelta a la pasión y, si lo que se palpaba por encima del pantalón era real, aquella noche iba a terminar con fuegos artificiales.

Después de lo que me pareció una eternidad en el taxi (que en realidad no fueron mas de diez minutos), llegamos.

Lo primero que me llamo la atención fue que el hotel no era un hotel, si no un hostal, pero oye, en peores plazas hemos toreado. Encima el ascensor estaba estropeado, así que nos tocó subir cuatro pisos andando. Por supuesto, entre escalón y escalón magreo y tiro porque me toca. Total, que a lo que llegamos arriba estábamos los dos a puntito de caramelo.

Pero al llegar, en vez de abrir la puerta de su habitación y abalanzarse sobre mí, llamo. Llamo, y alguien abrió. Se pusieron a hablar entre ellos a una velocidad a la que mi inglés de borracha no podía seguir. Intentando descifrar algo estaba, cuando llego mi madre con su maromo, tan acelerados como nosotros.

No entendíamos nada. Algún “fuck” de vez en cuando y para de contar.

Se metieron al cuarto, cerraron la puerta, y seis maromos en pijama salieron al rato con cara de pocos amigos.

Cuando por fin pude entrar a la habitación, me encontré con que era una de estas de hostal comunitarias. Había cuatro literas (ocho camas). Habían tirado los colchones al suelo y nuestros australianos nos llamaron con deseo.

Por lo que entendimos, pretendían que estuviéramos ahí dándole al mambo todos juntos, aunque no revueltos. O como en Sodoma y Gomorra, no lo tengo claro y no me atreví a preguntar.

Mi madre y yo nos miramos y les dijimos que nanai. Por muy bien que me lleve con mi madre hay límites que no estoy dispuesta a sobrepasar. Verla follando es uno de ellos.

Salimos pitando de esa habitación, y en las escaleras nos encontramos a los seis que habían sido nominados a abandonar la casa durmiendo como podían.

Para rematar la noche, mientras esperábamos al taxi los chicos vinieron y nos dieron cincuenta euros a cada una “por las molestias”.

A día de hoy, todavía no se si fuimos víctimas de algún tipo de experimento social, o si follar con tu madre a medio metro es lo habitual por aquellos lares, pero en mi familia instauramos una nueva norma: si con tu familia vas a cenar, con nadie de fuera podrás bailar.

Andrea M.