En el ranking de tíos con los que no volvería a salir, está uno con el que duré demasiado tiempo: un profesor de autoescuela.

Lo conocí en una boda, el típico momento de: ¡estáis los dos solteros! ¡os tenéis que conocer! Y sin darte cuenta, te has pasado toda la quedada hablando, bailando y riendo.

Pintaba bien, la verdad. Se le veía alegre, divertido y con los pies en el suelo. Me dijo que era profesor de autoescuela y pensé, “se dedica a enseñar, que entrañable”. Error.

Las primeras quedadas todo fue estupendo, siempre y cuando fuera ir a tomar algo, al cine, a dormir en casa del otro y poco más. El plumero se le vio en la primera escapada que hicimos, y a partir de ahí ya fue todo cuesta abajo.

Para empezar, llegó tarde, algo que se repetía muchísimo. Siempre se le alargaba alguna clase, le llegaba algún alumno impuntual o había algún imprevisto. Se pasó el viaje conduciendo y criticando a los alumnos que había tenido recientemente, que si no hay manera de que aprenda a aparcar, que si parece que no tenga ojos, que si esta persona es un peligro…

Lo hacía con bastante desprecio, pero pensé que quizás solo necesitaba desahogarse, así que tampoco le quise dar mucha importancia, y menos aún, cuando acababa de empezar nuestro fin de semana.

Después, se puso a criticar a todos los conductores. No llegaba a estar enfadado, pero lo hacía como con rabia. Pitó varias veces a coches que le adelantaban sin poner el intermitente, les hizo señales por la ventana a algunos para que fuesen más despacio y se apuntó la matrícula de un coche que tiró una colilla, para luego avisar a la policía.

Exceptuando lo último, las demás reacciones me parecieron exageradas. Y no porque no tuviera razón, que la tenía, sino por como lo afrontaba y la mala leche que le iba consumiendo.

Fue un viaje de tres horas que se me hizo eterno y acordamos que a la vuelta conduciría yo.

El fin de semana fue aceptable. No saltaron fuegos artificiales y hubo un par de momentos incomodísimos, el peor de ellos, cuando presenciamos un accidente.

Fue un choque tonto. Un coche se saltó un Stop y se incorporó sin mirar a una vía por la que venía otro coche a unos 20 por hora. No hubo absolutamente ningún herido, fue solo un choque y de los flojos. Pero el conductor que iba por su carril se asustó y se bajó del coche dando voces y culpando al del Stop, que solo decía que no le había visto.

La gente empezó a pararse y a mirar, podríamos haber pasado de largo, nadie estaba pidiendo ayuda, pero no, él tuvo que ir al rescate. Se abrió paso diciendo “Soy profesor de autoescuela, por favor, déjenme pasar, por favor”, y yo me moría de la vergüenza ajena.

Un profesor de autoescuela no es un policía ni la autoridad, pero ahí estaba él, explicándole a todo el mundo lo que había pasado, mientras todos le miraban flipando y con cara de “¿Usted quién es?”. Yo intenté llevármelo de ahí, pero hasta que no supervisó como rellenaban el parte, no pudimos irnos.

Desde ese momento, admito que yo ya estuve de morros todo el día y solo quería que llegase el momento de irnos. En la cena le comenté que estaba disgustada, que había pasado vergüenza y que creía que no se debería haber metido, que veía algunas actitudes de “Complejo de Dios” hacia la conducción y que no me gustaban.

Él se puso a la defensiva y le quitó importancia. Me dijo que tenía la piel muy fina y que él solo estaba ayudando a la gente, que el mundo iría mejor si todo el mundo fuera así.

Yo cada vez veía más claro que eso no funcionaría, así que quise acabar la fiesta en paz, pero aun faltaba lo peor: La vuelta en la que yo conducía.

No he visto persona más pesada, impresentable y creída, que este señor siendo copiloto. Se pasó todo el viaje criticando como cogía el volante, las veces que miraba el retrovisor y como cogía las curvas. Yo le pedí varias veces y educadamente, que me dejase conducir tranquila, pero no hubo manera. Me llegó a decir que a la gente como yo “nos cuesta dejarnos educar y aprender”. Llegó un momento en el que no pude más, paré en un área de descanso, bajé del coche de un portazo y le dije que condujera él.

Me senté en la parte de atrás, me puse los cascos y no quise hablar con él en todo el camino. Cuando me dejó en mi casa, me dijo: “Esperaba una disculpa, pero veo que no tienes intención”. Cogí la maleta y me fui.

A los pocos días me escribió y me dijo que, al menos, le debía una explicación. Le dije que, precisamente el hecho de que me pidiera una explicación, cuando me había pasado todo el viaje diciéndole como me sentía, ya debería dejarle claro que las cosas no estaban bien. Le escribí un tocho diciéndole todo una vez más, le recalqué que no estaba a gusto y que esto no iba a funcionar, y le pedí que respetase distancia entre nosotros.

Él aceptó, no sin antes soltar varias puyas para sentirse mejor, y perdimos el contacto.

Cada vez que alguien me pregunta por qué no nos vemos, le digo que su profesión estaba demasiado presente, que es mi manera de decir que era un gilipollas.

Pero bueno, la moraleja está clara, se acabaron los profesores de autoescuela.

 

Anónimo

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